VIENTO DE LEVANTE

El toreo es grandeza. O la grandeza del toreo

jueves, 17 de octubre de 2019 · 07:14

Al margen de la tan increíble como extraordinaria belleza que surge del duelo entre el hombre y el toro en el marco de una plaza y durante la celebración de un festejo -y de otras muchas connotaciones de orden tanto estético como técnico-, la verdadera grandeza del toreo estriba en la posibilidad cierta de la cornada. De la cogida. De unas consecuencias que pueden ser fatales.

El último fin de semana -el penúltimo de la temporada española- ha sido especialmente dramático y ha servido para demostrar, una vez más, que ser torero no está al alcance de cualquiera y que es algo vedado al común de los mortales.

Gonzalo Caballero se llevaba, en Las Ventas, una cornada espeluznante al entrar a matar. Mariano de la Viña., cuando paraba a un toro en Zaragoza, resultó atropellado y, ya inerte en el suelo, corneado a placer, llegando a la enfermería con una parada cardiaca que a punto estuvo de acabar con él, al margen de tres muy graves cornadas. En esa misma función resultó herido otro banderillero, José María Soler, de la cuadrilla de El Juli. Y Miguel Ángel Perera fue corneado por el sobrero que cerraba la feria al ponerlo en suerte en el primer tercio. Ese mismo día, en la plaza granadina de La Peza, a las órdenes del novillero Juan Cervera, Rubén García es alcanzado por un novillo de Talavante que le fractura dos costillas, llegando el pitón hasta el cuello, teniendo que ser operado de urgencia en un hospital granadino. Y a Enrique Ponce, cuando acude a interesarse por el estado de De la Viña, le descubren una fractura costal que le había producido un toro cuatro días antes, en su primera actuación en la feria de Zaragoza.

Pero es que a lo largo de la temporada los ejemplos han sido abundantes: el propio Ponce se rompía en Valencia en fallas, quedándose sin casi cinco meses de campaña; Román estuvo al borde la muerte al ser cogido en Las Ventas, donde Roca Rey quedó desmadejado y perdiendo la temporada. Rafael Cañada pelea por dejar la silla de ruedas tras la tremenda cornada que sufrió en Valencia en mayo. En Pamplona Rafaelillo era estampado contra las tablas y quedaba totalmente desencuadernado. Paco Ureña, que este año volvía a torear con el hándicap de la pérdida de un ojo, era corneado gravemente en Palencia. También Madrid era escenario de la cornada que ha supuesto la pérdida de visión en un ojo a Javier Cortés... y cito sólo los casos más llamativos, por la categoría de los espadas, y de memoria, porque hay más, ya lo creo.

Y ahí es donde radica esa grandeza de la que hablo. Todos, absolutamente todos los toreros desdeñan el peligro latente y real que representa enfrentarse a un toro. Y los heridos se quejan no de dolor sino de impotencia por no poder seguir haciendo lo que más les gusta en la vida: torear. Y recordemos que ese valor de ponerse cara a cara con el destino cada día da una confianza que engrandece, pues sólo la persona que tiene fe en sí misma es capaz de tener fe en los demás.

En una época donde el buenismo papanatas e idiota censura imágenes en las que hay un peligro inminente -y en esta categoría entra de lleno el toreo- reluce mucho más esta actividad, a la que los pseudoanimalistas, pseudoecologistas y pseudointelectuales de pacotilla aborrecen no por el mal que pueda sufrir el torero -del que se alegran y festejan, los miserables- sino por el daño que sufre el animal. No saben, por ejemplo y además de muchísimas otras cosas, que el psiconalista alemán Erich Fromm decía que la principal tarea del ser humano en la vida es crearse a sí mismo, para convertirse en lo que realmente es. El producto más importante de su esfuerzo es su propia personalidad. Y ahí está un torero.

Ponerse delante de un toro, sabiendo que en un instante puede acabar con tu vida, es algo que sólo puede hacer un héroe. Yo, que desde el tendido tiemblo de miedo cada vez que veo arrancarse a un morlaco, considero que nada en la vida tiene el mérito de ser torero. Y nada la grandeza del toreo.
 

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