JOSÉ LUIS RODRÍGUEZ

Recuperación

lunes, 6 de abril de 2020 · 19:37

Tras una reciente intervención quirúrgica he precisado para reponerme de unos días de ejercicio moderado; primero paseos cortos y después un poco más largos. Y para que no resultara aburrido deambular por los mismos lugares, mis acompañantes algunas veces (antes del Real Decreto de Declaración de  Alarma), me trasladaban en coche a algún punto distante del hogar. El contraste entre la ciudad y el campo abierto cuando uno está algo desvalido se acusa mucho.

Los pasos por las calles casi siempre tienen un compás ajeno. Uno anda y ve o presiente otras zancadas junto a las suyas. Advirtiendo que todos caminamos de distinta manera.

Los chicos y chicas levantan los pies casi sin tocar el suelo. Hay algo de vuelo en cada paso de ellos. Los bordillos los suben y los bajan sin mirar...

Los ancianos parecen no tener nunca prisa. En su avance predomina la precaución. Trasladarse de un sitio a otro entraña esfuerzo y requiere atención para evitar riesgos, tropiezos, baldosas mal fijadas...

Uno cae en estas cosas cuando tiene mermadas sus capacidades de deambulación.

En el campo, lejos del perímetro urbano, lo primero que advierto al salir del automóvil es que la corteza del planeta sigue siendo irregular. Captada la realidad del suelo considero que  las grandes distancias no son en estos momentos para mí. Y me parece oír la voz del cirujano el día de la última cura: Camine lo que pueda sin fatigarse.

Me paseo por una altiplanicie en la que abundan los pinos y las encinas, árboles que parecen querer delimitar unas extensas fincas dedicadas al cultivo de la vid. Las contemplo alineadas, ordenadas como ejércitos de raíces aéreas disciplinados, ahora que intuyo están en su último sueño invernal. Y se me ocurre pensar que si arrimara mi oído a uno de los retorcidos troncos de las  cepas oiría cómo circula por ellos la savia, la que  ha de contribuir a la vida de la cepa, la uva y, con la mano del hombre, al vino.

Por encima de la viña, a los lejos, observo el monte Cotiella,  nevado y solemne y más a mi derecha, también distante,  el rocoso Turbón.

Miro al suelo y advierto que por dónde piso abundan los escarbaderos de conejos. Son numerosos los rastros. Alzo la vista y  contemplo el vuelo de un águila ratonera  y tengo la impresión de que está reconociendo la zona por la que paseo. Quizá espera que mi irrupción sobre aquellas tierras le levante alguna pieza. No lo descarto. Da giros circulares en lo alto, sobre la vertical de mi cabeza.

Cubro el esfuerzo moderado que me ha recomendado el médico, corto un ramo de romero en flor y otra vez en el coche, hacia la ciudad. Confío el paseo redunde en mi salud.

Qué poco podía imaginar que sería confinado en mi vivienda y  tendría que mirar el cielo desde el ventanal y seguir la recuperación desde el salón-comedor, pasillo adelante, con internamiento en habitación hasta la galería que da a patio de manzana, donde a las 20 horas de cada día salimos todos los vecinos a aplaudir. ¿Hasta cuándo?

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