JORGE ARTURO DÍAZ REYES

Lo Kitsch en el toreo XVIII

Chipichape
martes, 4 de diciembre de 2018 · 16:00

A veces camino con Ruby algunas cuadras desde mi casa hacia el sur por la sexta y cruzo, siempre con algo de nostalgia, bajo el puente ferroviario de Chipichape. Ya solo un vestigio inútil.

Rezago de lo que fue una olvidada epopeya comarcal. Esa de conectar la entonces aldeana Cali con el mundo, a través del puerto de Buenaventura y el Canal de Panamá, qué se abrió, como por compromiso, pocos meses antes de arribar aquí el primer tren del Pacífico.

Más de cuatro décadas y una desproporción de vidas y dinero tomó construir entre siglos XIX y XX aquella carrilera de 174 kilómetros a través de selva inhóspita, inestables abismos, crecientes arrasadoras, cuatro guerras civiles, contratos leoninos e intrincados laberintos burocráticos.

Esfuerzo enorme, desechado solo cincuenta y siete años después de servirnos, traernos y llevarnos tantas cosas; cuando el país entero, así como así, renunció al ferrocarril y abandonó en todo el territorio nacional su infraestructura. Lo estamos pagando caro.

Ya no pasan por aquí, arriba de transeúntes y carros, las locomotoras hacia  su base, convertida hoy en “mall”. Sus apoyos, ahora tableros de grafitis, cartelera gratuita, y orinal de ocasión reciben a diario el renal homenaje ciudadano.

Allí mismo, el otro día, unos avisos de papel en fondo rojo, pegados sobre los jirones de otros muchos me sorprendieron, casi tanto como si de pronto un tren a toda marcha hubiese surgido del pasado. Es que anunciaban los toreros para la feria. No eran los tradicionales carteles con coloridos motivos taurinos a escala natural que antaño alegraban calles y parques invitando irresistiblemente a una plaza epicentro de las fiestas.

No. Simplemente avisos murales ordinarios, nada más. Pero me parecieron una resurrección. Hacía tanto que no los veía, tanto que las corridas habían renunciado vergonzantemente a su presencia callejera, tanto que no hacían parte del paisaje urbano, tanto que no compartían la cotidianidad de la ciudad que conmovido me detuve largamente frente a ellos.

Ayer volví a pasar, y ya no estaban. Busqué la vieja locomotora de carbón que como reliquia heroica permanecía sobre la avenida, y tampoco estaba. Los unos habían desaparecido bajo muchos de cantinas, discotecas y música “salsa” (monocultura oficial del municipio). La otra, vi después, había sido trasladada como gancho de ventas al interior del centro comercial.    

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