Veinticinco años del adiós de Curro Romero en La Algaba
“Hay que darles paso a los jóvenes. Ha llegado la hora del adiós”, dijo El Faraón de Camas en la noche del 22 de octubre del año 2000 a través de los micrófonos de Radio Nacional de EspañaEl Faraón de Camas, 25 años de una retirada
“Hay que darles paso a los jóvenes. Ha llegado la hora del adiós”, dijo Curro Romero la noche del 22 de octubre del año 2000 a través de los micrófonos de Radio Nacional de España. Lo hizo en el programa Clarín, que dirigía el periodista Fernando Fernández Román. Con esa frase sencilla y serena, el Faraón de Camas ponía fin a casi medio siglo de toreo, a una carrera que se movió entre el arte sublime y el desconcierto, entre el embrujo y el misterio, y que lo convirtió en una figura irrepetible del toreo moderno.
Aquella jornada había sido una más en apariencia: un festival benéfico en la localidad sevillana de La Algaba, a beneficio de ANDEX, la Asociación de Padres de Niños con Cáncer de Andalucía. Curro actuó mano a mano con Morante de la Puebla, en una mañana luminosa de otoño en la que se lidiaron seis novillos de Zalduendo. El de Camas cortó dos orejas, escuchó una ovación y un silencio; Morante, por su parte, paseó una oreja, otra ovación y los máximos trofeos -dos orejas y rabo- en el último de la función. Nadie, ni siquiera el propio Curro, parecía sospechar que esa mañana sería la última en la que se vestiría de luces -en este caso- de traje corto.
Horas después, ya de noche, el maestro apareció en las ondas de RNE. Su voz sonaba tranquila, limpia de nostalgia y de dramatismo. “Hay que darles paso a los jóvenes”, repitió. Y añadió una reflexión que dejó entrever la lucidez de su decisión: “Morante sufrió una voltereta esa mañana; aunque no le pasó nada, me preocupó mucho, porque me recordó que los toros pueden herir. Además, si me hubiese quedado con los seis toros, hubiera sido un problema. Ha llegado la hora del adiós.” Así, sin despedidas solemnes ni homenajes multitudinarios, el último gran torero romántico puso fin a su camino en los ruedos.
El último paseíllo en la Maestranza
El torero de Camas había toreado por última vez en la Real Maestranza de Sevilla el 2 de mayo de ese mismo año, durante la Feria de Abril. Era el último de los cuatro compromisos contratados para esa temporada. No lo sabía entonces, pero aquel día escribió su última página en la Maestranza, el escenario que más profundamente marcó su vida y su leyenda.
Su relación con el Coso del Baratillo fue casi mística. En la plaza sevillana actuó en 5 novilladas, 183 corridas de toros y 12 festivales. En cinco ocasiones cruzó la Puerta del Príncipe a hombros, envuelto en el fervor de una afición que lo idolatró como a un artista más que como a un matador. Porque Curro Romero no sólo toreaba: pintaba con la muleta, componía silencios y cadencias imposibles, hacía del riesgo una forma de belleza. Sus tardes buenas fueron inolvidables; las malas, un misterio que sólo él comprendía. Pero incluso en ellas, su figura desprendía una dignidad y humildad que trascendía lo terrenal.
El arte de lo inasible
Romero había debutado en público en La Pañoleta el 25 de julio de 1954. Desde aquel primer paseíllo hasta su retirada transcurrieron casi cincuenta años de historia taurina, con luces y sombras, con tardes inmortales y silencios prolongados. Su toreo, de una lentitud casi irreal, se convirtió en sinónimo de inspiración pura. Decía Bergamín que “Curro Romero es el único torero que torea con el alma”, y quizá esa frase condense mejor que ninguna su misterio.
El Faraón de Camas fue también un símbolo de libertad dentro de un mundo acostumbrado a la disciplina. Nunca se dejó domesticar por los cánones ni por las exigencias de la regularidad. Toreaba cuando sentía que debía hacerlo y callaba cuando el arte no acudía a la cita. Por eso, cada tarde suya era una incógnita, una promesa de milagro o de silencio. Y precisamente esa verdad, tan humana, lo elevó al rango de mito.
El mito que no se apaga
Desde aquella noche de octubre del año 2000, Curro Romero no ha vuelto a torear en público. Ni un festival, ni un tentadero abierto, ni siquiera una exhibición. Su ausencia ha alimentado el mito, como si su retirada hubiese sido también una forma de torear al tiempo. En estos veinticinco años, su figura no ha hecho sino crecer: entre los veteranos, que lo recuerdan con devoción, y entre los jóvenes, muchos de los cuales nunca lo vieron en directo pero lo sienten como una leyenda viva del arte taurino.
Su nombre sigue pronunciándose con el máximo respeto y admiración en los tendidos de la Real Maestranza, donde el eco de sus verónicas aún parece flotar sobre el albero. Sevilla, que siempre lo sintió suyo, le ha rendido numerosos homenajes. Uno de los últimos tuvo lugar en la propia plaza del Arenal, en un festival organizado por la Hermandad -su Hermandad- de los Gitanos. Allí, el maestro recibió el cariño de toda la ciudad, de aquellos que lo vieron nacer torero y de quienes heredaron su memoria a través del relato emocionado de sus mayores.
La eternidad de un estilo
Veinticinco años después de su adiós en La Algaba, Curro Romero sigue representando una manera de entender el toreo que roza lo poético. En tiempos de prisa, de eficacia y de números, su figura recuerda que el arte verdadero no se mide por las estadísticas ni por los trofeos, sino por la emoción que deja suspendida en el aire.
El Faraón de Camas -el torero de las pausas imposibles, de los silencios hondos y de los gestos eternos- permanece en la memoria del toreo como un hombre que se atrevió a ser él mismo. Su legado no necesita repetirse: basta con recordarlo. Porque mientras en Sevilla siga brillando la luz dorada del atardecer sobre la Maestranza, Curro Romero seguirá toreando, invisible y eterno, en el ruedo del tiempo.
Foto: Archivo ABC