PALCO 28
Nunca se sabe
Por Jorge Arturo Díaz ReyesEn otra tarde espléndida, un obligado estribillo ya de esta soleada feria, la plaza llena con motivo. Un hierro de respeto, un cartel veteranísimo, y en él, un torero de Madrid, un maestro que se despedía tras veinticinco años de trasegar el toro auténtico, poniendo su vida como aval.
Los seis adolfos cinqueños que saltaron al ruedo, incluso el cuarto, devuelto por lesionado, fueron paradigmas de las particularidades fenotípicas del encaste Santa Coloma. Ese creado por el conde en 1905 y que, apenas nueve años después, vendió enterito a su hermano, el marqués de Albaserrda en 1914. Cárdenos, cornivueltos, hocico de rata, degollados, culopollo y no colaboradores, cobradores y hoy taimados que pidiendo lidias potentes. Hasta ahí los elementos de éxito. Para quienes esto es un espectáculo, lo compran como tal, y funcionan en solo dos dimensiones; corridas buenas, corridas malas.
Pero este rito es mucho más, imprevisible y lleno de posibilidades. Los elementos negativos afloraron. La incomprensión del público week end, de las características morfológicas de la ganadería. La intolerancia con la no bravura (condición natural), la falta de diferenciación entre Ia lidia y la coreografía. Porque el encierro daba para eso con su mansedumbre malgeniada, su debilidad defensiva, y su peligro solapado. Esto, particularmente, ofende la sensibilidad de los estetas que no aceptan que el toreo es peligroso y que vencer el peligro es el fundamento ético del arte de torear.
Los tres diestros enfrentaron todo eso, con mayor o con menor fortuna. Con mayor o con menor entendimiento de sus bregas. Con mayor o con menor respeto por lo que oficiaban. Hoy pese a que predominaron los aspectos duros, amargos y poco pintureros del culto, el público estuvo muy metido en corrida, de comienzo a fin. Pues en el ruedo se desenvolvía ese viejo drama emparentado de origen con la tragedia griega. Que no es un divertimento sino una catarsis como bien explicó Aristóteles primero. Para bien o para mal los espectadores vivieron con intensidad una tarde que seguramente será crucificada por los titulares. Pero mi vecino de ocasión al final me dijo: —Fíjate, hemos visto cosas bonitas ¡Nunca se sabe!
El sentido brindis de Ferrera en los medios a Robleño, despidiéndolo. Cuánta historia, y como se apostó sin recompensas después en la cara de “Sevillano”. Y el estocadón al segundo viaje. Y el despedido, con el ultimo toro de su vida en su plaza. La lidia del manso avieso, que llevaba hule en cada suerte. Y como le pudo y como se tiró y lo mató de una fulminante. Y como don José maría Fernandez Egea, quien parece militar en el sector del juego bonito, la negó. Y lo emotiva que fue la vuelta al ruedo.
El tremendo tercio de banderillas de Escribano con el sexto, perseguido y estrellado contra las tablas, durísimo, para volver a un tercer sesgo en el que se superó. Cómo puso la plaza. Ese par precioso de Miguelín Murillo al cuarto bis, “Madroño”, el último arrancándose pronto a galope desde los medios a la vara final de Juan Peña, quien tras despedirse del palco se fue ovacionado. Y de nuevo Escribano tras incompletar un segundo par, El quiebro de inminencia, estremeciendo Las ventas. Pundonor. A todo eso, entre tantas cosas menos brillosas, es que se refería el de al lado, con masculina modestia, sin pretender saber más que nadie: hemos visto cosas bonitas, nunca se sabe. Él las sintió, las supo distinguir. Yo también.