CAPOTAZO LARGO

Curro Romero, pontífice del toreo

martes, 26 de abril de 2022 · 07:51

Recuerdo con total nitidez mi bautizo taurino sevillano. Llevaba años soñando con ir a La Maestranza y, por supuesto, mi fetiche era ver a Curro Romero un Domingo de Resurrección. Finalmente, mi disponibilidad y el cartel deseado confluyeron en 1997. Con un Internet muy incipiente y sin portales de buscadores de hoteles, encontrar un alojamiento asequible a mi bolsillo fue tarea ardua que realicé desde el teléfono de mi casa. Después de horas de llamadas localicé un hostal en Dos Hermanas, y las entradas para los toros… en la reventa.

Aquel 30 de marzo no había nadie más feliz sobre la faz de la Tierra que yo, que con mis mejores galas accedí al templo sagrado para ocupar mi asiento en la fila 1 de tendido alto. En el coso del Baratillo no cabía un alfiler. El run run previo al paseíllo me sobreexcitaba. Cuando se abrió el portón del patio de cuadrillas y apareció Curro la plaza parecía venirse abajo, tal era el estruendo que formaron las palmas de los presentes que no dejaron de aplaudir mientras el Faraón de Camas, Joselito y Ponce cruzaban el albero con sus capotes liados. Menudo cartel.

En aquel momento Romero ya había celebrado su 63 cumpleaños y afrontaba su 38ª temporada como matador. Un año más, y ese era el 21º, el maestro figuraba en el festejo de tan tradicional fecha, a la que acudía de manera ininterrumpida desde 1981. Más allá de cuestiones numéricas y artísticas, todos esos datos –que casi reflejaban un milagro– demostraban la devoción que despertaba un diestro tan singular, un gurú, un sumo pontífice idolatrado que había hecho del “currismo” una auténtica religión.

Recuerdo los olés de La Maestranza, cortos y secos, muy diferentes a los de mi Valencia, más musicales y largos. Recuerdo como rugieron las 11.500 almas cuando el Faraón se encajó de riñones para ganarle un paso en cada pase al toro de Torrealta y la explosión de júbilo cuando remató con su típica media verónica con su minúsculo capotillo. Recuerdo el silencio imperante durante las lidias y la atención del público a todos los detalles. Recuerdo que Joselito no tuvo su mejor tarde y que Ponce bordó una faena que pensé que era de dos orejas, aunque sólo fue premiada con una, la primera que el valenciano cortaba en Sevilla. Y recuerdo que cuando Romero mató a su segundo antagonista hubo gente que abandonó la plaza, entre ellos mi vecino de localidad, a quien le recordé que todavía quedaban por actuar Joselito y Ponce. “Ha terminao Curro se ha terminao tó”, me contestó de forma tajante mientras se marchaba.

Y eso, que no voy a entrar a enjuiciar si es de ser mejor o peor aficionado, entonces me pareció una falta de respeto y hoy me parece algo que sólo puede provocar un divino. Yo nunca lo haría, pero certifica bien a las claras el grado de pasión que era capaz de despertar Romero. Después de él nadie ha logrado tan alta intensidad de fervor. Vale de ejemplo la agresión que el camero sufrió en Las Ventas en julio de 1987. Fue Miguel Galayo, un currista empedernido, quien bajó a la arena para derribarle de un empujón porque no podía reprimir la decepción que sentía después de que el maestro se negara a matar un toro.

Y precisamente los petardos que Curro pegó a lo largo de su carrera ayudaron a engrandecer sus éxitos y a forjar su leyenda. Luces y sombras. Escándalos y triunfos memorables. Calabozos y puertas grandes. Sublime o nada. Así era Romero, que se prodigaba lo justo y convertía cada actuación suya en un acontecimiento. Y la gente peregrinaba tras él.

Muy posiblemente el mundo actual, que cotiza la inmediatez y huye del esfuerzo y del tiempo que requiere lo excelso, no valoraría en su justa medida a un mito del calibre del Faraón. Personalmente echo en falta ídolos como él, capaces de arrastrar masas tras su doctrina diferente y su misterio único, de devolver al torero su condición de héroe admirado y de artista especial, de poner a la tauromaquia en un puesto cimero en la sociedad.

 

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