OPINIÓN

El tango de Ureña en Valencia

martes, 31 de julio de 2018 · 10:24

A veces, muchas veces, no hace falta la parafernalia para triunfar. Es bonito ver a Neimar hacer filigranas con el balón, regates que más bien parecen malabares imposibles de realizar para la mayoría de mortales. Pero si después no mete gol de poco sirve tanta habilidad ornamental. Recuerdo al asturiano Quini, un hombre tosco al lado del brasileño Neimar, pero con un olfato de gol al alcance de muy pocos y, por tanto, un jugador muy valorado sin la necesidad de provocar fuegos artificiales con el cuero.

Los toros no pueden compararse con el fútbol. Una cosa es arte y la otra deporte. Pero en el arte también existen ejemplos de parafernalia, tanto de la legítima como de la vacua. El barroco rococó recarga con mil y un adornos todo cuanto se realiza bajo su estilo, sin embargo el gótico apenas añade aderezos a sus sobrias realizaciones. Y ambas expresiones, así como el resto de las que existen, son válidas si el fondo es consistente.

Pues en el asunto taurino, como actividad artística que es, hay toreros con una tauromaquia muy variada y vistosa y otros más fundamentales y formales. Todo vale si el toreo es sincero y de verdad. Y aunque parezca más complicado triunfar sin efectos especiales -sólo a base de derechazos y naturales- el éxito está asegurado cuando se torea con el alma, cuando el cuerpo parece pasar al olvido.

Es difícil de explicar, pero cuando esto ocurre no hace falta ser un experto en la materia para comprender que sobre el albero está ocurriendo algo extraordinario. Hagan la prueba los más aficionados, observen a su alrededor, busquen en los tendidos a los espectadores más neófitos y comprobarán cómo sucede así cuando un torero hace el toreo más ortodoxo, desnudo, roto, entregado, íntimo, sin aspavientos ni alharacas. Es sólo cuestión de sensibilidad. Las habilidades con capote y muleta quedan a un lado para quedar magnetizados por una pureza inexplicable que convierte al torero en héroe, en ídolo capaz de realizar lo que el resto de humanos somos incapaces.

Paco Ureña ha sido varias veces protagonista de esta teoría. Y Valencia parece ser una de sus plazas talismán para que así siga siendo. Lo inaudito volvió a suceder durante la recién finalizada Feria de Julio. De nuevo derechazos y naturales fueron la base de su tauromaquia. Verdad y entrega, pureza y abandono. No hacía falta ser Cossío para saber que algo extraordinario estaba ocurriendo en el ruedo. Ureña se olvidó del cuerpo como apuntó Belmonte y toreó con el alma como pocos han conseguido. Se ajustó las largas embestidas para fusionar su cuerpo al del astado, para danzar con él un tango grave y arrebatador. No le hicieron falta faroles, sólo parecer un dios sobre la arena.

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