CARLOS BUENO

Lo ingrato de ser ganadero

martes, 4 de agosto de 2020 · 08:00

Cierto matador, tras lidiar una vaca muy encastada en un tentadero, comentó al ganadero la gran dosis de bravura que había tenido el animal. El criador se sintió satisfecho y sonrió. Pero su semblante cambió de forma radical cuando el torero añadió: “pues de éstas ni una más”.

Recuerdo perfectamente la mirada inquisidora que una figura del toreo le lanzó a un ganadero de postín tras vérselas con un toro suyo muy espinoso en una plaza de categoría. El propietario de la divisa le pidió perdón y agachó la cabeza.

Esa misma ganadería había lidiado cientos de astados en las principales ferias con notable éxito. Era una de las preferidas por los matadores porque su comportamiento se alejaba habitualmente de complejas dificultades. Sin embargo, pocos ejemplares consiguieron dejar en los aficionados la huella de aquel toro correoso mencionado con el que la figura realizó una faena memorable, eso sí, después de una dura pugna y de pasar un mal trago.

Entiendo que los toreros alcanzan el estatus de “figura” de forma merecida después de superar mil vicisitudes y que, una vez instalados en la cumbre, pretenden mantenerse dosificando esfuerzos. Por ello intentan orientar los tentaderos hacia una selección “cómoda” y minimizar las batallas sobre el albero de los cosos. Pero eso puede acabar volviéndose en su contra.

La alquimia ganadera no es tan complicada como la pintan, al menos no debería serlo. Lo que verdaderamente resulta difícil es intentar igualar al máximo la conducta de todos los animales de un mismo hierro. Es lógico que los criadores persigan que sus astados posean cualidades como fijeza, prontitud, entrega, recorrido, repetición, ritmo, nobleza… como también es natural que de vez en cuando salga algún ejemplar discordante. Al fin y al cabo los animales son espontáneos e incontrolables. Y no sólo resulta natural que no haya dos toros iguales, sino que además es totalmente esencial.

La unificación de comportamiento es un proceso peligroso, seguramente el más dañino para la tauromaquia, donde la impredecibilidad resulta fundamental porque el efecto sorpresa es uno de sus principales ingredientes. El toreo perderá significado y desaparecerá el día que el público acuda a una plaza sabiendo el desenlace de lo que va a ver.

Por eso es necesario que el ganadero gane libertad para seleccionar sus astados dentro de una diversidad de condiciones lógica. La figura del criador ha sido siempre la más maltratada del sector. Salvo un ínfimo puñado de hierros encastados que gozan de “inmunidad”, la función de la inmensa mayoría ha sido la de criar ejemplares a la carta. Eso o la ruina de quedarse con ellos en el campo. Los veedores de las empresas taurinas escogen los animales que estiman oportuno. Luego el veedor de un torero cambia dos de ellos y más tarde el veedor de otro torero dos más. Al final llegan a chiqueros seis toros que nada tienen que ver con lo que pretendía el propietario de las reses después de haber elegido por reata, y encima se le exige que embistan por derecho y con clase.

Muchas veces me pregunto por qué hay tantos ganaderos a pesar de que su actividad resulta generalmente deficitaria y, sobre todo, ingrata. De momento la mayoría se conforman con la categoría social que otorga su labor y la satisfacción íntima que alimenta su afición desmedida. Pero no hay que tirar de la cuerda o acabará rompiéndose, y menos en estos momentos en los que el maldito coronavirus está abocando a la quiebra a demasiados criadores y consiguiendo que muchos se olviden de egos personales.

La crisis económica provocada por el Covid-19 amenaza con hacer desaparecer un montón de hierros, la mayoría de ellos de encastes minoritarios, lo que unificará más todavía la conducta de los astados que se “salven” tras la pandemia. El futuro está en las manos de los ganaderos “mayoritarios”. Que les dejen hacer.

8
2
12%
Satisfacción
37%
Esperanza
12%
Bronca
37%
Tristeza
0%
Incertidumbre
0%
Indiferencia