CAPOTAZO LARGO

Morante pretendió honrar a Paquiro en El Puerto

Diario de un fracaso anunciado, el que protagonizaron Morante de la Puebla y Prieto de la Cal en el Puerto de Santa María el 7 de agosto. Un petardo que, por mucho que a priori entraba en las posibilidades más realistas, nadie quería aceptar
martes, 10 de agosto de 2021 · 07:43

Ambiente de día grande, de acontecimiento excepcional; lo que siempre debió ser una tarde toros. Los aledaños de la plaza eran una algarabía, una fiesta, la fiesta de la emoción incontrolada. Quienes habían conseguido una entrada para el evento eran conscientes de tener un tesoro en sus bolsillos. Las mujeres lucían elegantes y caminaban hacia el coso taurino con garbo y altanería, los hombres con una satisfacción indisimulable. Faltaba una hora para la función y el runrún de que algo extraordinario se iba a vivir invadía las calles contiguas, los bares, los hoteles… En realidad, esa sensación se había palpado todo el día en El Puerto de Santa María, hasta donde llegaron aficionados desde toda España para ver a Morante la tarde que algo único y diferente podía protagonizar.

No se trataba de una corrida más. No era cuestión de ver al genio de La Puebla bordando la verónica, pegando largos y sentidos derechazos y naturales o rematando las tandas con garbo arcaico. No, ese no era el caso. En esta ocasión todos los aficionados sabían que el festejo podía suponer un antes y un después, un punto de inflexión en la tauromaquia moderna. José Antonio Morante cumplía su palabra de lidiar encastes minoritarios, poco comerciales, más complicados. Adquiría así un compromiso con el toreo que pocas figuras de la era actual han asumido. Con ello la Fiesta gana variedad e imprevisibilidad.

Morante es, sin duda, uno de los toreros que mejor puede enlazar el pasado y el presente del toreo. Pocos como él para, si llegaba el caso, protagonizar una lidia sobre las piernas con gracia vetusta. Todos en El Puerto eran conscientes de ello. Por eso antes de iniciarse el paseíllo nadie apostaba por cuántas orejas se concederían. Al contrario, en los corrillos se hablaba de la emoción que se podría sentir y del éxito cualitativo que el suceso podía significar.

Para mí fue un placer recorrer 800 quilómetros en busca de una experiencia diferente. Eso sí, aproveché el viaje para antes acercarme a la vecina localidad de Chiclana y visitar el museo de Paquiro. Francisco Montes “Paquiro” fue uno de los matadores más trascendentales de la historia. Es posible que no se haya hecho justicia con él y con su significación. Fue figura indiscutible en su tiempo, muy a principios del siglo XIX, pero lo verdaderamente importante es que fue quien ordenó la lidia y la diferenció en tres tercios; él fue quien introdujo el traje de luces y la montera y el primero que le dio un cariz artístico al toreo. Y todo lo dejó escrito en un libro, su “Tauromaquia completa”. Casi nada. No cabe la menor duda de que Paquiro fue el primer punto de inflexión en el mundo de los toros, y yo, que iba en busca de presenciar lo que podía significar el último punto de inflexión hasta el momento, no podía perder la ocasión de conocer su vida y leyenda mostrada en una recóndita sala de exposiciones de su Chiclana natal.

Casualidades de la vida, allí me encontré también el vestido que el insigne pintor Ignacio Zuloaga diseñó para Rafael Albaicín, una pieza confeccionada a partir de un mantón de Manila. Y debe ser que el destino así lo tenía marcado, porque para la ocasión Morante le había encargado al sastre Justo Algaba un terno inspirado en aquella original prenda cosida hace más de 100 años. Así, arcaísmo y modernidad se daban cita en la emblemática plaza de El Puerto, donde en 1830 había debutado Paquiro, al que ahora el de La Puebla pretendía honrar. El toreo de hoy con las formas de ayer. Provocación artística desde el respeto a la tradición. Solemnidad y liturgia en el siglo XXI. Y quienes ocupábamos los tendidos esperábamos ansiosos que la magia se hiciera presente.

Sin embargo las circunstancias no confluyeron para que el artista se sintiera. Morante llegó a la plaza en carruaje. Estampa de otros tiempos. Bajó circunspecto, sin la mínima sonrisa en su cara a pesar de que los partidarios le jaleaban como al César de Roma. Los tendidos bulleron cuando los clarines avisaron de que era el momento esperado. Se abrió la puerta de cuadrillas y el ídolo pisó el albero ante el clamor popular. Sonó el himno nacional que se escuchó con profundo respeto. Tras finalizar el paseíllo el público irrumpió en un estridente aplauso obligando al maestro a saludar. Luego las palmas por bulerías acababan de poner de manifiesto que todo estaba a favor. Pero…

Pero los toros de Prieto de la Cal fueron un desfile de ejemplares descastados que no permitieron el mínimo lucimiento. Esa puede ser la excusa del torero. Aunque no sería justo cargar todas las culpas en los toros. Morante no se dio la mínima coba ante sus antagonistas. No intentó sacar partido de ellos, no los cuidó en varas, no buscó una lidia a la antigua, que ese era el caso. Se le vio desdibujado, apático, sin recursos. Le faltó mentalización o se equivocó de estrategia. No podía esperar impasible a que saliera un toro bueno y él esperó hasta desesperar a un respetable paciente y educado. Pero todo tiene un límite. El quinto toro fue devuelto y en su lugar salió uno de Parladé con el ambiente muy a la contra. Tanto que Morante no encontró la forma de gustarse y de gustar. En el sexto pareció hacer un mínimo esfuerzo pero para entonces ya era demasiado tarde.

La tarde se había precipitado y las cañas se habían tornado lanzas. Los aplausos y ánimos eran ahora pitos y reproches. Quizá a los toros les faltó transmitir sensación de peligro para que todo hubiese tenido otra percepción; seguro que a Morante le faltó la actitud que debería haber mostrado en una fecha tan señalada. La Fiesta es así, éxito o fracaso, no valen las medias tintas. En esta ocasión la expectación acabó en decepción. En los tendidos las discusiones se sucedían entre partidarios incondicionales y despechados. Nadie permanecía indiferente. Fervor y pasión; eso es la tauromaquia.

A mi izquierda un chavalito lloraba desconsolado. Lágrimas de rabia, de pena y de impotencia. Había venido ilusionado desde Alicante para volverse defraudado. Me comentó que es alumno de la Escuela Taurina. Espero que tomara nota de la experiencia para su futuro. A mi derecha un señor muy enfadado aseguraba que no volvería a sacar una entrada para ver a Morante en otro festejo de ese tipo. El torero había pasado de ídolo a villano.

¿Y yo? Yo decidí darme un tiempo de asueto para digerir lo ocurrido. De momento el mes que viene no iré a Salamanca para ver al de La Puebla con los Galaches. Esperaré a que se me pase el berrinche y que renazca en mí la creencia en una Fiesta más sorprendente, impredecible y emocionante. No pudo ser en El Puerto, pero quiero pensar que será en otra plaza y en otra fecha, cuando confluyan las circunstancias para que un nuevo punto de inflexión se produzca en la tauromaquia. Ahora me quedan otros 800 quilómetros de vuelta a casa para ir mentalizándome. ¡Ay Morante!

 

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Indiferencia