CAPOTAZO LARGO

Cuestión de "actitud"

martes, 3 de mayo de 2022 · 06:50

Decía Ortega y Gasset que “la historia del toreo está ligada a la de España, tanto que sin conocer la primera, resultará imposible comprender la segunda”, y también que “para saber cómo se encontraba la sociedad española bastaba con asomarse a una plaza de toros”. Creo sinceramente que las dos aserciones siguen teniendo total vigencia.

En las últimas décadas, y hablando en general, este país, seguro que también el resto del mundo, ha derivado hacia una sociedad más endulzada, menos dispuesta al esfuerzo. Son tiempos de inmediatez, de sobreproteccionismo en demasiados casos contraproducente, de corrección superflua, de búsqueda de una perfección muchas veces aséptica. No creo que todo tiempo pasado fuese mejor, pero la cultura del trabajo de antaño fue la que nos trajo hasta aquí, la que desarrolló el planeta que habitamos y desembocó en el bienestar en el que vive inmersa gran parte de la humanidad (lamentablemente no toda).

Sin duda sigue habiendo hambre en el continente africano y gente que lo está pasando mal en países desarrollados. Pero no cabe la menor duda de que se ha avanzado en justicia social a todos los niveles y en todas las latitudes, y en ocasiones los derechos parecen estar por encima de las obligaciones. La comodidad extendida es el objetivo, y eso coarta el espíritu de sacrificio que ha hecho prosperar al ser humano.

Todos estos factores se ven reflejados sobre el albero de un coso taurino. Atrás quedaron aquellos que se hicieron toreros para salir de la penuria, los que mordían al toro, al compañero y hasta la arena si hacía falta. Lejos queda la competencia encarnizada que trascendía fuera de los ruedos y que creaba una expectación inusitada e irresistible, que granjeaba adeptos y detractores, que nunca dejaba indiferente. Hoy impera el colegueo, y la rivalidad apenas se percibe. Cada cual intenta hacer su toreo lo más perfecto posible sin picarse con los acompañantes de paseíllo, sin molestar lo más mínimo. Antes de salir se reparten besos y abrazos en el patio de cuadrillas y la camaradería continúa durante la lidia.

Veo a Rafa Nadal y creo estar en otra época. Su bonhomía no está reñida con su afán de vencer a toda costa. No mira a su contrincante a la cara. Los tenistas no se besan ni abrazan antes de salir a la cancha. Cada partido parece una película de Rocky Balboa, y una vez finalizado todos amigos. Veo a Rafa Nadal y me acuerdo de Dominguín, y de Paco Camino, y de Palomo Linares, y de El Cordobés, y de tantos otros capaces de aparecer en un programa de televisión para retarse (y a veces algo más) sin escudarse en la corrección política. Veo a Rafa Nadal y siento envidia de la emoción y transmisión que despiden sus encuentros.

Porque eso es precisamente lo que necesita la tauromaquia, emoción y transmisión. Y para que se produzca es necesario que se perciba de forma fehaciente cierta actitud. Uno puede estar toreando muy bien pero su toreo no llegar con fuerza al público. Cuando la actitud es de inconformismo con uno mismo, de apuesta arriesgada y de pugna con el resto de la terna, la transmisión está asegurada. Muchos novilleros torean con una corrección sublime sin que su quehacer cale en los tendidos. Muchos matadores consiguen una orejita después de faenas pulcras a las que, para cortar dos, les falta un paso más de compromiso. A veces no está mal que se produzcan imperfecciones si a cambio se gana conexión, eso que se siente sin necesidad de ser un aficionado entendido.

Sin duda, basta con asomarse a una plaza de toros para comprobar que el compadreo, el acomodo y la complacencia imperan en la sociedad española. Ya lo dijo Ortega y Gasset.

 

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