EN CORTO Y POR DERECHO

A vueltas con la sostenibilidad

Por José Carlos Arévalo
viernes, 27 de diciembre de 2024 · 07:38

Antonio Ordóñez se compró “Las Cuarenta”, una productiva finca agrícola de 800 hectáreas, con lo que ganó en 40 corridas. Entonces los toreros no cobraban mucho, pero el dinero valía más y las cosas, menos. Hoy, algunas figuras tienen altos honorarios y les sirve de poco porque todo ha subido una barbaridad y no el dinero. Una figura se puede comprar una parcelita con chalet con lo que le reditúa una temporada. Y gracias.

Pero las figuras ganan mucho, no es broma. Tanto que cuando hay tres figuras en el cartel al empresario apenas le salen las cuentas, y a veces ni le salen. Y esto sí es un problema, porque los públicos solo abarrotan las plazas cuando les suena el nombre de los toreros anunciados… que suelen ser las figuras. Unas lo son por merecimiento y otras porque a fuerza de años sus nombres suenan, aunque estén más vistos que la tana y ya no sean lo que un día fueron.

Algunos empresarios, no los que programan carteles sin ton ni son, proponen corridas rentables programando a dos figuras y un tercero, por lo general un torero de reciente alternativa que los dos mandones vean con agrado. O sea, que no moleste. Por supuesto, no un buen torero veterano que les pueda apretar los machos, y mucho menos un recién llegado con peligro, ese joven torero al que antaño se le calificaba de “novedad” y que por tanto tenía fuerza. Pero ese “torero novedad” ya no existe, y no porque no hayan surgido muchos que por su valía lo merezcan, sino porque las corridas de toros han sido marginadas de la información en abierto -periódicos, televisiones, radios- y los públicos no los conocen.

Importantes, los públicos. Hoy y siempre los públicos llenaron las plazas, porque hoy y siempre, los aficionados solo cubrimos un cuarto de aforo. ¿Qué hacer? ¿Cómo resuelve el empresario esta jodida papeleta? Hubo un tiempo, no muy lejano, que las transmisiones de las corridas en abierto daban a conocer los nuevos valores y la baraja de toreros, aunque no siempre tan buena como la actual, animaba las taquillas. Ahora que los antitaurinos apuestan por la muerte lenta de la Fiesta y nada pueden hacer contra las transmisiones en circuito cerrado, la única respuesta que resulta factible es hacer las cosas bien.

Sí, ya lo sé, suena a ingenuidad. Pero de eso, nada. Nunca he creído en el adocenamiento amaestrado de la gente de este país. Todo lo contrario, siempre la he visto responder sin reservas a la verdad. Antaño encumbraron a los toreros porque se jugaban la vida en su oficio, porque con el peligro hicieron arte, porque en una sociedad de encastado clasismo se pusieron el mundo por montera y se saltaron las clases a la torera, porque todas las tardes se iban de viaje en busca de la muerte, la retaban, la toreaban y regresaban. Con una sonrisa. Y porque unos ganaderos soñadores, intuitivos alquimistas de la genética, enseñaron a embestir al agresivo toro ibérico.

La gente de este país, mi gente, no tiene un pase. No traga el tongo del intercambio de cromos, ni los carteles diplomáticos, ni que se cierren las puertas a los jóvenes, ni que se programen las ferias de espaldas a la afición. Señores empresarios, pongan ustedes a los toreros a competir, inyecten veneno del bueno a los carteles, reseñen ustedes los toros que embisten y no los toros aparentes para tranquilidad de veterinarios medrosos y presidentes pirados. Verán entonces cómo el público responde aunque los papeles y las pantallas no digan ni pío.

Señores empresarios, lean ustedes el escalafón sin complejos. Y a su acreditado oficio -lo digo sin ironía- échenle ustedes afición, pues la afición añade conocimiento al oficio. Y aprovechen el paradójico momento actual de esta Fiesta silenciada. Porque toreros buenos y toros bravos, ¡haberlos, haylos!

La sostenibilidad solo exige una cosa: buen emprendimiento.

Esta lame.