EN CORTO Y POR DERECHO
Origen democrático de la corrida moderna
Por José Carlos ArévaloEl hecho concreto es que la corrida lidiada a pie nace de la prohibición. Era lógico que a Felipe V, duque de Anjou, educado en Versalles, no le gustaran los toros. Pero no fue lógico que, siendo rey de España, prohibiera la fiesta brava a los españoles. Esta interdicción y las de los tres borbones que le sucedieron, menos comprensibles, suscitaron la viva reacción del pueblo en todos sus estamentos y clases sociales. De no haber sido así, de haber contado con reyes aficionados, en España proseguiría la lidia a caballo, como en Portugal. Bienaventurados sean los antitaurinos.
La reacción de la nobleza y de la Iglesia fue ambigua, obediente por fuera (el patrimonio es el patrimonio) y rebelde por dentro (la afición es la afición). Obedecieron los nobles a los reyes antitaurinos aceptando la monta a la brida y reprimiéndose la monta a la jineta, la que sirve para torear. Por su parte, las órdenes religiosas fueron vendiendo sus hatos bravos a la naciente burguesía rural, creadora de la verdadera bravura, y la posterior desamortización de Mendizábal hizo el resto.
La transición taurina se produjo unos doscientos años antes de que la llamada transición política devolviera la democracia a España. Fue más larga que la política. El Antiguo Régimen de la tauromaquia, la corrida caballeresca, nobles lidiadores a caballo y criados auxiliadores a pie, sucumbió cuando señores y criados invirtieron sus papeles. La actuación de los jinetes, ya muy devaluada por la imposición real de que torearan a la brida, banalizó su toreo. Y a esa merma se sumó el entusiasmo producido por los quites y la brega de los auxiliadores, lo que indisciplinó al público llano, que en ocasiones se tiraba al ruedo e interrumpía el trabajo de los montados. Para más inri, estos sobresaltos sucedían entre prohibiciones reales de las fiestas de toros, que, contrariamente al deseo del legislador, unieron a los muchos partidarios de la tauromaquia, nobles y clérigos, funcionarios e hidalgos, y el pueblo en todas sus clases sociales. Todos juntos dieron paso a un nuevo orden taurino: la corrida de a pie, en la que el caballero fue sustituido por el varilarguero, caballista de origen rural, el auxiliador dominante, al que a veces su señor le cedía la muerte del toro, se convirtió en protagonista de la corrida y director de lidia con potestad sobre el resto de su cuadrilla. Fue un cambio por el que trabajaron todos, los de arriba y los de abajo. Las Juntas de Hospitales, que arguyeron la aportación benéfica de la fiesta de toros; los funcionarios de las Instituciones locales, que no podían reprimir su afición; y las Maestranzas, antiguas órdenes de caballería y permanentes depositarias del saber taurino, que aceptaron el nuevo orden taurino de buen grado, pues ampararon a los auxiliadores de a pie que actuaban al servicio de los lidiadores de a caballo y favorecieron la expansión de la nueva lidia, asumiendo que sus antiguos criados se convirtieran en los héroes de la Fiesta. Es más, parece irrebatible que fueron ellos quienes traspasaron a los de a pie el protocolo ético de la lidia. El ejemplo de la colaboración de un ilustrado maestrante, José de la Tixera, con Pepe-Hillo en la redacción de su Tauromaquia, es una prueba evidente.
Está fuera de toda duda que el copernicano cambio político fue posible gracias a la transformación intelectual impuesta por la Ilustración, pues debilitó la escala de valores culturales, religiosos y políticos de la clase dirigente, como lo evidencia el aserto, “todo para el pueblo pero sin el pueblo”, y terminó con la desestructurada España política de los Austrias. Acto seguido la revolución democrática prendió de manera ambigua por estos pagos. Se filtró con la invasión napoleónica, que durante la guerra de independencia reforzó la conciencia nacional y dividió ideológicamente a la población, pero difundió la transformación liberal de la sociedad.
En lo estrictamente taurino, no deja de ser significativo el paralelismo entre la emancipación del torero y el paso del villano marginal a ciudadano con derechos. Tampoco se debe ignorar, y menos aún caricaturizar, el nada anecdótico taurinismo de José Bonaparte, quien restaura en 1808 las corridas de toros prohibidas por Carlos IV desde 1804, reordena la plaza de toros, divide los tendidos, dispone las instalaciones para toros y caballos, impone el personal de plaza, todo ello bajo la concepción de la tauromaquia como un gran mercado del ocio popular.
Igualmente, no es gratuito, ni traído por los pelos, afirmar que la corrida de toros moderna, la lidia a pie, es un ritual ilustrado que reordena, o mejor dicho, crea una nueva tauromaquia. La escrita por Pepe-Hillo y José de la Tixera, de espíritu enciclopédico, es solo unos 20 años posterior a la Enciclopedia de D’Alambert y Diderot, y unos 15 anterior a las Cortes de Cádiz, la primera Carta democrática de España.
En el siglo XIX, la nueva tauromaquia, sumida en un proceso creativo deslumbrante, hace las siguientes aportaciones:
- Convierte al público en coro soberano y juez de la lidia.
- El mercado taurino entra en fuerte expansión y alcanzará el número de mil plazas construidas.
- La lídia se convertirá en el método de torear. Su primera decisión: dividir la lidia en tres tercios, adjudicando a cada uno una función etológica y artística.
- Desaparecerá el varilarguero, picar a caballo en movimiento, y aparecerá el picador, picar a caballo parado.
- El picador entrará en la cuadrilla del matador.
- La puya será el único útil que evolucione al compás de la evolución del toro
- Se prescindirá de los “empeños”, ejercicios semi gimnásticos que no entrañan toreo y se prescindirá de los perros y de la media luna para matar al toro renuente.
- El público inicia su función como juez de la lidia al conceder por primera vez el premio de la vuelta al ruedo a Jerónimo José Cándido. Dentro de la misma centuria se concederán las primeras orejas.
- Se crea la Escuela de Tauromaquia de Sevilla.
- El traje y los atuendos del torero adquieren su definitiva identidad con las aportaciones de Costillares, Jerónimo José Cándido, Curro Guillén y Paquiro.
- Entre finales del S. XVIII y principios del XIX el hato de ganado bravo se separa del resto de los bovinos y se crea el primer hábitat para que persista y desarrolle el ecosistema de la bravura.
- El torero se convierte en el ídolo lúdico de los españoles.
- Hasta finales del XIX, los matadores se forjarán en la cuadrilla de su maestro.
- Curro Cúchares creará la faena de muleta.
Es un hecho irrebatible que la corrida de toros se impregna de los valores democráticos del tiempo en que se forja. El influjo directo de la política en la tauromaquia será nocivo, pervertirá las reglas del juego por primera y única vez con la competencia entre El Sombrerero (absolutista, partidario del Antiguo Régimen) y Juan León (liberal, partidario de la democracia). Cada uno mantuvo una disciplinada coherencia política y taurina: El Sombrerero defendió siempre el poder absoluto del rey y los inamovibles cánones de la tauromaquia inicial, rechazando cualquier variación a los viejos cánones rondeños, mientras que Juan León se adscribía a una tauromaquia abierta y era un militante liberal. Su enfrentamiento político enajenó la lidia y enfrentó a los públicos, hasta el punto de que cuando toreaba uno el otro se quedaba en casa. La historia del toreo dio la razón a Juan León. El toreo nunca ha dejado de evolucionar.
Sobre política y toros se han dicho y escrito muchas tonterías. Y entre los antitaurinos actuales, a manos llenas. Lo único evidente es que la tauromaquia de origen ibérico se impregna siempre del tiempo en que sucede. Fue un juego de cariz religioso cuando el hombre prehistórico había sacralizado al toro, era un lúdico combate en tiempos de la caballería, empezó a ser un drama escénico bajo el influjo de la sociedad ilustrada, la alta cultura terminó por considerarla una bella arte tras la irrupción de Belmonte en el toreo. Inamovible y poderosa, permanece viva en los milenarios festejos populares, hoy más vigorosos que nunca, incluidos los que se mestizaron en América. De ellos, a través de sucesivas transformaciones sucedidas a lo largo de los siglos, nació la lidia, la actual corrida de toros.
Lo que desconoce la sociedad, pero no el aficionado, es que el toreo tiene una apasionante historia del arte, tejida por los toreros en dialéctica confrontación con la bravura. Y corregida y aumentada por la aprobación o rechazo del público. La vigencia de la corrida lidiada a pie es imparable y muy dinámica. De Belmonte a Morante, tras las aportaciones de Chicuelo, Ortega, Manolete, Ojeda, Manolo Martínez (en México), José Tomás, Morante, mantiene una inquebrantable salud que no se rompe con la retirada de este último. La épica y poderosa tauromaquia de Roca Rey, la perfección del mejor muletero después de José Tomás, Miguel Ángel Perera, y el advenimiento de la generación del temple, Juan Ortega, Daniel Luque, Pablo Aguado, Fortes, Álvaro Lorenzo, Ginés Marín, reafirman la estimulante buena salud del toreo. Resulta sorprendente y esperanzador que durante la última feria de Otoño en Madrid, el toreo fundamental más bello y profundo lo haya hecho un joven y desconocido espada, Víctor Hernández. Si la exultante realidad del toreo no traspasa los muros de la plaza es debido a la discriminación informativa que padece y al ataque global antitaurino, reforzado por la peregrina animadversión de un irrelevante partido de izquierda que forma parte del gobierno de España. Es una desconcertante paradoja que en tiempos de democracia se conspire contra el espectáculo más democrático del mundo. ¿Pero quién ha dicho que Sumar, promotor de la fallida ILP contra la tauromaquia, es un movimiento democrático?
Próxima entrega: Psicología y Tauromaquia.