EN CORTO Y POR DERECHO

La sinrazón del ataque animalista

Por José Carlos Arévalo
viernes, 28 de febrero de 2025 · 08:53

Ortega y Gasset subrayó la amistad tres veces milenaria del hombre ibérico con el toro. Una amistad tan combativa como amistosa. Pero incuestionable. En tiempos pre-cristianos le rindió culto. Después preservó la superstición que creía en su magia genésica, de ahí las corridas de bodas. Y, finalmente, lo entendió como medidor de hombres: en los festejos populares y en las plazas de toros. En la calle pone a prueba su valor y su destreza. En la plaza, su valor, su maestría y su arte. Conclusión: desde tiempos remotos hasta hoy mismo, el hombre se midió con el toro, lo respetó y lo disfrutó, lo sufrió y lo mató, pero nunca pensó que lo torturaba. Tenía razón.

Pero el animalista dice que el toreo es tortura. Veamos:

La tortura es un acto nefando en el que victimario inflige daño y dolor con absoluta impunidad a una víctima que no se puede defender. Una tesitura diametralmente opuesta a la lidia del toro. En esta, victimario y víctima intercambian sus papeles. Desde que el toro sale a la plaza hasta que muere actúa como emisor de una agresividad absoluta: su embestida quiere matar. Por el contrario, lo que desea el   torero, es torearlo, mas para hacerlo debe asumir su violencia. No hay una sola suerte que no le exija jugarse la vida, siendo la suerte suprema, la de matar al toro, la más (potencialmente) letal para el torero. ¿En qué se parece el toreo a la tortura? En nada. ¿Por qué, entonces, el antitaurino miente al acusar a la lidia de ser una tortura?

Y ahora, a vueltas con la crueldad:

La crueldad no es un acto sino un sentimiento indigno que se complace en una acción nefanda. Jamás lo he percibido en una plaza de toros. La lidia, o método de torear al toro y vencerlo, se caracteriza por su ética irreprochable. Prescribe que la violencia del toro no se ausente nunca de la ecuación “toro bravo = hombre en peligro” que legitima al toreo. Por eso, a medida que al toro lo atempera su combate, las suertes se hacen a cuerpo limpio (las banderillas) o más ceñidas (la muleta), siendo la última un cara o cruz entre la vida y la muerte en el que la inteligencia suele vencer a la fuerza (la estocada). En el toreo, nada, absolutamente nada, se hace impunemente. Sin asumir un riesgo letal no se puede torear. ¿Dónde está la crueldad?

El toreo salva al toro de su extinción:

La negación de la tesitura “toro bravo = hombre en peligro”, como hace el antitaurino, soslaya una activa y espontánea identificación solidaria del humano con su semejante en peligro. El psiquismo de dicha situación provoca en el espectador taurino una respuesta a la vez primaria (natural) y compleja (humana). Natural como la lucha primordial del hombre y la fiera, autora de la supremacía humana en la tierra y anterior a la domesticación que dio paso al impune pero necesario sacrificio animal, hoy masivo e industrializado; y también es compleja, como todo lo humano. En el caso taurino, el toreo restaura aquel combate primordial y lo transforma en un hecho artístico, en el que el animal lucha y el hombre torea.  A la postre, el toreo es un arte atávico (no en vano la palabra arte, en griego antiguo significaba lucha), pues en cada embestida el toro quiere matar, mientras que el torero quiere torear, convertir su violencia en armonía, transmutarla en obra de arte. Torear es crear en el abismo, burlar la muerte viva encarnada en el toro durante esos paradójicos e inefables momentos que concilian la razón humana y la furia salvaje, el espanto y la belleza. Y después, matar a la muerte amenazante y respetada, porque su portador es el toro, héroe animal, medidor de hombres que otorga la vida o la muerte, la gloria o el fracaso. La tauromaquia eleva lo bello a lo sublime, corrige la tragedia, la convierte en fiesta y planta cara a la muerte para vencerla. Atávica y actual, es un genial maridaje entre la naturaleza y la cultura, el mito y el método, la bravura del toro y el arte del torero. Un universo bravío e inaceptable para el animalista antitaurino, para quien el toro es, como para el aficionado, un asesino inocente, y el torero, acaso una víctima culpable, interpretación que los aficionados lógicamente rechazamos porque, les guste o no a esos misántropos angélicos que son los animalistas, la vida en la tierra existe gracias la depredación inexorable entre las especies, lo cual no es bueno ni malo, sino conforme a la ley natural. Por el contrario, se sabe que el cumplimiento de la utopía animalista conduciría a la extinción de muchas especies comestibles, así como la prohibición de las corridas entrañaría la extinción de la raza bovina de lidia. De hecho, el enfrentamiento del animalista con el taurino es un pleito entre el hombre natural, que asume su condición omnívora, y el hombre que con hipocresía la niega, como lo demuestra su inaudible condena del mil millonario sacrificio animal (en cabezas de ganado), llevado a cabo en el mundo entero por la simple y juiciosa razón de que con las cosas de comer no se juega. Tampoco dicen los animalistas esta boca es mía ante el sacrificio Kosher, de los judíos, ni con el método halal de los musulmanes, a los que nada tengo que oponer, pero su silencio es más cauto que el miedo. En cambio, la prohibición de la tauromaquia sale gratis. Incluso hasta rentable y venturosa. Cuenta con donaciones múltiples, locales y foráneas, y algunos tontos compañeros de viaje, como parte de la izquierda subnormal, que se apunta a un bombardeo populista con tal de salvar su deteriorada imagen. La batalla es, según ellos, entre buenos y malos. Y ellos son los buenos.     

¿Son los aficionados peores personas que quienes no son aficionados?:

La afición está compuesta por millones de españoles que no son ni más buenos ni más malos que los españoles sin afición a los toros. La acusación animalista dice que la tauromaquia es nociva para la educación del niño, y el aficionado se pregunta con sorna si los niños españoles son más malos que los niños alemanes, si los franceses del sur son peores que los franceses del norte, si nuestros padres, tíos o abuelos aficionados eran malas personas influidas por el nocivo rito de la lidia, y si sus parientes no aficionados eran, todos, espíritus puros.

Animalistas, tontos útiles y demás ralea:

Lo escandaloso es lo que está pasando. Un ministro de cultura, a cuyo ministerio compete defender el patrimonio cultural de la tauromaquia, que la ataca en tanto que ministro de cultura y ni sus colegas, ni su presidente, dicen ni pío. Una iniciativa legal parlamentaria emprendida por los animalistas contra la Fiesta, y, como no recababan las firmas necesarias, se les da cuatro meses más para que las consigan. Una cultura urbana despegada de la naturaleza que confunde la plural relación humana con los animales, distinta con el animal doméstico que con los insectos o con las fieras, y que cree que poner un par de banderillas a un toro es igual que ponérselas a un perrito. Una sociedad desconcertante, que tiene más mascotas que hijos. Una clase política de izquierda generalmente opuesta a una deslumbrante obra cultural creada por el pueblo. Unos intelectuales que, salvo poquísimas excepciones, no saben, no contestan. Y, sin embargo, los ganaderos de bravo, gestores de pymes agropecuarias de dudosa o poca rentabilidad persisten en su empeño, y surgen nuevos toreros que renuevan el escalafón, y el público de los toros se rejuvenece, y la gente sigue yendo a las plazas a pesar de que los medios apenas informan sobre la fiesta de los toros.       

La incomprensible pasividad del sector taurino:

El peligro: Este tiempo invadido por la subcultura digital, y que expulsa la cultura al claustro de la letra impresa, pretende hacer al animal sujeto de derecho y trasladar el antropomorfismo del cuento infantil a la vida real, a la par que los defensores del ecosistema de cada animal se compran una mascota, ¡en un país con más mascotas que niños!; pues bien, si se tiene en cuenta esta realidad, todo es posible. Y más si el sector taurino da la callada por respuesta y la gente que piensa se pone de perfil.

Conclusión: Frente al sentimentalismo, la razón lleva las de perder. Sobre todo, si el buenismo de los animalistas cuenta con el apoyo oficial (una mayoría de diputados en las Cortes, el mismo ministro de cultura) y el de un buen número de ciudadanos desinformados y adictos a lo “políticamente correcto”.

No queda otra que informar al desinformado, desarmar con argumentos incontestables los falsos mitos que sustentan el pobre pero arraigado mensaje antitaurino, promover un gabinete de urgencia, pluridisciplinar, compuesto por expertos, con el fin de configurar un informe inapelable sobre la singular naturaleza del toro bravo, secularmente adaptado a la lidia, sobre las claves éticas del toreo y sobre el público de las corridas, quizá el único no violento de todos los espectáculos de masas.

Personalmente, creo que una mayoría de españoles no admitirá que un movimiento foráneo tan buenista como erróneo se inmiscuya y logre la prohibición de una fiesta milenaria del hombre ibérico. Pero también creo que ninguna batalla se gana sin combatir.