EN CORTO Y POR DERECHO
Juan Ortega, Señor de la Orden del Temple
Por José Carlos ArévaloQuien no haya visto torear a Juan Ortega en Aranjuez no sabe lo que es el temple. ¿Exagero? Sí, exagero. Pero no miento si digo que yo no había visto torear con tanto temple en mi larga vida de aficionado. Y esta afirmación incluye a todos los toreros de los últimos sesenta años. Y para que me crean los que con razón no me creen, trataré de explicar lo que entiendo por temple en el toreo.
En principio, templar es llevar la embestida toreada. Despacio si el toro embiste despacio y deprisa si el toro embiste deprisa… pero va toreado. El temple consiste en que la embestida vaya prendida, imantada, no dueña de sí misma sino acompasada obediente al ritmo marcado por el engaño. Porque solo así aflora el toreo. Muchas veces vemos al toro pasar y al torero acompañar su embestida. Es lo que los aficionados, con lucidez, llaman dar pases y que los espectadores corroboran al mirarlos en silencio, sin que el ole, esa exclamación que no miente jamás, los festeje. Y esta acertada frialdad nada tiene de despectiva. Incluso después de haberse terminado la serie de lances o de pases, la gente fría, como es buena gente aplaude, tibiamente eso sí, el simulacro de toreo que acaba de presenciar, carente de esa condición ineludible para que cristalice el toreo verdadero: la reunión sin fisuras de la embestida del toro a la voluntad de mando del torero.
Y, en efecto, eso es el temple, y lo hemos visto muchas veces. Pero a partir de la corrida de Aranjuez, yo diría que esa es la primera fase del temple. La segunda y definitiva, la que crea la más profunda reunión, la que sumerge la embestida en un campo gravitatorio fuera de las leyes físicas, la que convierte el galope de un toro con muchos pies en un vuelo somnoliento, la que desliza el engaño con una placidez adormecida, la que detuvo el tiempo para que paladeáramos el lento y sutil trazo de las suertes, la que paró los pies al toro de salida para que la lentísima verónica le dejara inscribir en la capa la faz de su embestida, la que forjó naturales y redondos a fuego lento, la que paró todos relojes y la que ahora llamo la última frontera del temple, a esa yo no la había visto jamás. La descubrí en Aranjuez, en la corrida de San Fernando. Y su autor fue el trianero Juan Ortega. Desde ese día, señor de la Orden del Temple.