OPINIÓN

Regaliz de palo

lunes, 13 de agosto de 2018 · 17:31

A los toros me agrada acudir con tiempo. Alegra el ánimo  oír  el run-run que se  origina alrededor de la plaza, sentir como gana en intensidad y como después, poco a poco, amaina al acceder los aficionados por las puertas que conducen hacia sol  o sombra. A dicha acomodación seguirá la liturgia taurina en la que el público compondrá el coro de  la antigua tragedia que consiste en burlar al toro, que es la muerte, y deberá concluir, tras el juego en tres tercios, dando mulé a la res y la gloria de los matadores al haber salvados sus vidas con gallardía y arte.

Los toreros entrarán, puntualmente, por la puerta de cuadrillas al planeta de arena, mítico círculo en el que se es más si se hace más que otro.

Lo  primero que hace alguno de los hombres vestido de luces, al pisar el ruedo, es trazar con el pie la cruz y desearse suerte.

En ese instante la hora en el reloj de la plaza es cierta y luminosa, e incierta y oscura en los chiqueros.

Así, puntualmente, comienza el arte de birlibirloque.

Yo me aproximaba,la tarde del día 29 de julio, a la plaza de toros de Valencia oyendo el desordenado coro en torno al rutilante cartel de cierre de la Feria. Prometía corrida de postín y al llegar al barullo me llamó la atención, entre los vendedores ambulantes que se arracimaban a su alrededor, un hombre viejo, sentado en el suelo, recostado contra el muro perimetral de la plaza, que tenía la vista puesta en unas hojas de diario extendidas en el suelo sobre las que exponía su modesta mercancía: Un fajo de varitas de regaliz de palo.

Se me ocurrió pensar que podrían ser un  sustituto de los puros que se consumen  tradicionalmente en el interior, pues quizá ahora, que dicense fuma menos, el humo molesta más a los no fumadores.

Ya dentro de la plaza y durante el festejo, me acordé del modesto comerciante de las raíces  al  tener de vecino de localidad a un fumador que se pasó la corrida con un puro habano entre los dientes piorreicos, y que sólo se lo sacaba de la boca para decir que los toros estaban criados a medida de las figuras. Pronto detecté que es de los que van a la plaza a levantar acta de los fallos, si los hay, y si no se los inventan, pues los llevan ya prefabricados.

Son gente descontenta que pagan desde barrera a naya y están “amargaos” y se creen con derecho a propagar, igual que el humo de su  cigarro, el descontento personalísimo, que por serlo  importa un pimiento a los demás.

Al tercer toro, tras una difícil y arriesgada lidia de Roca Rey a un toro de Cuvillo, que parecía tener pegamento en los pitones y se llevaba las telas y al torero detrás de ellas, fue el momento cumbre del empedernido fumador, incapaz de apreciar, a través de la densa inmisión de su chimenea,  que el bicho, al embestir, hacia un movimiento extraño,  un giro con temblor de la cornamenta y le prendía en torniquete la capa, hasta el punto de desequilibrar al diestro al no soltarla, viviéndose un momento angustioso, pues el bicho iba a cornearle en el suelo. Un oportuno quite le salvó.

Mi molesto vecino tuvo con este episodio ocasión más que justificada para dar dos profundas caladas y sentirse complacido de sus visionarias peroratas sobre el declive de la tauromaquia.

En ese momento, ya un tanto mosca, me acordé de cómo logran imponer silencio a los bocazas en La Maestranza: ¡Cállese que no me deja ver los toros!

Bendita frase.

Pero el fracaso del contaminador del aire vendría con el jabonero de nombre Rescoldillo, el que cerraba plaza.

Roca Rey y el toro de Núñez de Cuvillo volvieron del revés el libelo que, envuelto en humo había venido pergeñando y publicitando el “amargao”  y, de buena gana, me hubiera dirigido a él para soltarle al concluir la gran faena:

-La próxima vez venga usted con un palito de regaliz y verá, sin humo, lo bonita y seria que es la fiesta.

Aún al tóxico asistente le quedaba un cuarto de su segundo habano, vitola Churchill, para poder indigestar la paella a alguien, de los muchos que se las comen en los veladores de los restaurantes valencianos.

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