JACOBO HERRERA

Intentar ser torero

sábado, 1 de septiembre de 2018 · 09:00

Con la corrida goyesca de Ronda a la vuelta de la esquina, se me viene a la mente una fotografía muy particular, única, incluso generosa, de un hecho que aconteció hace ya muchos años, cuando dos niños, que no sabían que el día de mañana llegarían a la cima del toreo, daban la vuelta al ruedo de la mano de su padre y de su abuelo, de Paquirri y de Antonio Ordóñez.

Se trata de la primera aparición, juntos, en Ronda, de Rivera Ordóñez, quien apenas alcanzaba los ocho años de edad, y Cayetano, con andares inseguros aún, inconscientes entonces de lo que les vendría años después, cuando decidieran ser toreros y sintieran el compromiso que exige su dinastía.

A buen seguro que, en aquel momento, ni Francisco ni Cayetano eran consciente de lo que aquello significaba, como puede que Antonio Ordóñez y Paquirri tampoco supieran, en plenitud, lo que estaban haciendo, llevados por el éxtasis de una gran tarde de toros en Ronda, con la lucha ya vencida, victoriosos y orgullosos.

Lo cierto es que en familia que rezuma torería, en una casa donde los nombres de los toreros brotan y fluyen sin solución de continuidad desde que el Niño de la Palma empezara la aventura de hacerse un nombre en la historia, era difícil que aquel inocente paseo, aquella vuelta al ruedo, no removiera la ilusión de aquellos niños, Francisco y Cayetano.

Así, después de mucho jugar al toro y alimentar su deseo, llegó el día en que Francisco se plantó muerto de miedo, según cuenta él mismo, ante su abuelo, el maestro Ordóñez, para dar el primer paso en la profesión y, como guiado por una fuerza superior, pronunciar las palabras justas, la contraseña que abría la posibilidad de que el abuelo le ayudara a cumplir su sueño: “Bobo, quiero intentar ser torero”.

Aquellas palabras, que pueden pasar desapercibidas, las señaló el maestro Ordóñez siempre de un modo especial, y es que la incertidumbre ante el objetivo de ser torero, la precisión y la prudencia de aquel niño hicieron ver al maestro que aquel joven, más que un osado, lo que no tenía era nada de tonto.

A partir de ahí, el sueño empezó a fraguarse, a la orilla de las realidades más hondas del mundo del toro, sin saber que el destino le permitiría superar las dos mil corridas de toros y alcanzar los veinticinco años de alternativa, algo que, estoy seguro, jamás imaginó en aquel Recreo de San Cayetano, cuando repetía, jugando con Cayetano, lo que veía en casa, lo que hacían algunos de los toreros más importantes que ha tenido la tauromaquia.

Ahora que se cumple el vigésimo aniversario del fallecimiento del maestro Ordóñez, sirva este escrito como agradecimiento a su paso por la vida y por la tauromaquia, y también como invitación a todos los niños a atreverse a dar el primer paso, a enfrentarse a la realidad para intentar ser lo que quieren ser.

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