JOSE LUIS RODRÍGUEZ

El Sacamuelas

martes, 13 de agosto de 2019 · 07:27

Un mediodía de hace ya muchos años, siendo yo un niño, tras salir del Colegio, dejar la cartera desmayada en casa y darme mi madre el poco dinero que precisaba, salí pitando a comprar un cuaderno de tapas azules y encaminé mis pasos hacia la librería pero..., unos pocos metros antes de llegar a la tienda, un señor bien vestido, con pantalón, chaleco, chaqueta y sombrero oscuros se dirigió a mí con voz sonora, de maestro de escuela, y me ordenó sostuviera, con mi mano derecha, una cuerda de unos 5 metros de largo que por su otro cabo se introducía en una caja de cartón de color rojo, como de zapatos. Añadió que él terminaría de montar el “estaribel”. Palabra esta que  se usaba en casa cuando jugando con mis hermanos colocábamos las sillas una detrás de otra para hacer un tren en el pasillo.

De alguna manera aquella palabra hizo que  depositara mi cándida confianza en aquel caballero tan pericompuesto y activo, como pude comprobar, que sin pausa se dedicaba a abrir una maleta-baúl y a extraer de la misma y extender sobre una manta en el suelo cajitas circulares abultadas, de metal, fajas, paquetes de hojas de afeitar, paraguas... Artículos diversos que iba nombrando con voz  rotunda y elevada, mientras yo, como un don Tancredo infantil, seguía impertérrito sosteniendo la guindaleta atada a la misteriosa caja de cartón.

La gente que transitaba por la calle se paraba a  mirarme preguntando  qué hacía, a lo que respondió el  charlatán informando que “su ayudante” debía sujetar bien el cordel porque nunca antes se había visto en aquella ciudad la alimaña que se debatía en  lo oscuro del interior de la caja. A la vez, seguía sacando cosas de la voluminosa maleta y las voceaba, con lo que lograba se congregara más gente a su alrededor.

La verdad es que no entendía muchas de las cosas de decía, pero al señalar lo portentoso de la caja y de la manera que la señalaba con su brazo  yo me sentía importante con la misión que me había asignado.

Expuesta la variopinta mercadería y formado el compacto corro de curiosos, todos pendientes de la caja, no cesaba el charlatán de prometer que la abriría para colmar la curiosidad de quienes nunca habían visto nada igual. Se afanó entones durante la espera en ofrecer lotes de los productos que mostraba. Sumaba unos con otros, al tiempo que iba negando los precios que acababa de darles, afirmando tendría que cobrarlos pero... “¡¡No los cobraría!! Lo valía y mucho más.  Quería regalarlo. El hombre es libre y los comerciantes más.A mí se me escapaba el sentido de tales afirmaciones y que él completaba: “Pero mi libertad no alcanza a poner precio a la pomada de esencia de serpiente, contenida en las cajitas de metal.

Comprendí se trataba de un ungüento único. Lo podía curar todo, menos que a los calvos les creciera el cabello. Cuando decía esto el sacamuelas se quitaba el sombrero con un gesto de vistos en alguna película del Oeste y, pasándose la mano por su bien poblada y negra cabellera, se reía enseñando los dientes blancos.

Cuando escuché que las cajitas tenían esencia de serpiente, instintivamente con los ojos seguí la comba de la guita y, al llegar a la caja, me pareció ver que ésta se movía impulsada por una viscosa fuerza interior. Seguro, pensé, que dentro hay una víbora y le dije al hombre, con un hilo de voz, si ya me podía ir y me respondió que no, que “lo que se empieza se termina”.  Le quise argumentar que me había interrumpido la compra de una libreta, mas no pude. Qué tío. Tenía palabras y contestaciones para todo y no paraba de vender cajitas de pomada sobre las que ponía paquetes de hojillas de afeitar marca Palmera, fajas negras para proteger los riñones de los campesinos, paraguas para el agua y para el sol..., “éstos paraguas lo paran todo, aunque ustedes no lleven calcetines....

Desde el tan lejano entonces no he visto ni oído nada igual con tan precarios elementos, incluida mi ingenua participación.

No sé el tiempo exacto que estuve “atado” la cuerda, pero cuando  me solté la librería ya había cerrado y, lo que es peor, me quedé sin ver la serpiente.

Aprendí que el charlatán era, antes que nada, un encantador sin serpiente.

 

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