JOSÉ LUIS RODRÍGUEZ

El balcón

viernes, 25 de septiembre de 2020 · 09:59

-¿Tendrá usted un balcón?

-Cuatro.

-¿Y se asoma mucho?

-El día está lleno de oraciones y faenas, pero hay muchos momentos en que me ahogo; entonces me asomo.

R.G de la Serna.

 

No todos los balcones son iguales, ni están orientados hacia el mismo viento, ni se proyectan desde el mismo  nivel y, a decir verdad, pocos son los que  permiten otear el horizonte.

Hay balcones en los que percibimos algo gaudiniano, como si  entre el arquitecto y el constructor se hubiera interpuesto una fuerza mutante.

De los balcones solemos guardar recuerdos porque dejamos en ellos momentos de ocio, goce, impaciencia, vida...

Los balcones, como saben, perdieron el poético escalón entre el cielo y la tierra, ese límbo arquitectónico que la pandemia pareció resucitar, al imponerse las fachadas lisas con ventanas cuadradas. Monotonía de cercos de vano recto.

La clase media, siempre anhelante por ascender de posición social, logró el balcón-tribuna, previo acuerdo comunitario. Esta clase nunca lo tuvo fácil.

Los más desfavorecidos tienen su balconcito y los realquilados se las arreglan con el derecho a tender la ropa  en la  barandilla con geranios, que les recuerda el rouge de Marylin Monroe, un consuelo color pasión.

Ahora les explico cómo era en 1952 el balcón en la casa de mis padres: Mis progenitores tenían once hijos (un equipo de fútbol mixto), y convivía con nosotros la abuela materna, que ascendió a los cielos, como ella decía, sin palma pero con zarandeo. Los nietos fuimos el zarandeo.

Ah! me olvidaba de  Barry, un can que tenía más de lobo que de perro.

Ya ven, un ejército cuando salíamos al balcón, largo, angosto y con balaustrada de piedra artificial.

A mi madre aún le quedaba tiempo para las plantas y lo adornó  con tantos tiestos como hijos.

Los macetas se asentaban en el espacio donde poder acodarse. Entre tiesto y tiesto había unos tres palmos, por los que se podía asomar la cabeza por encima del pretil.

Los hechos que narro sucedieron al poco tiempo de comenzar las vacaciones escolares de aquel remoto verano.

A media mañana, cuando me hallaba sentado sobre las frescas baldosas del suelo del balcón, escuché el silbido de “Patet” (Patito, en castellano). Que era el sobrenombre de un chico de mi edad, doce años, que había venido al mundo con deformaciones en  las extremidades que se le habían enramado como la yedra en los árboles.

Lo que no le impedía jugar a fútbol, ni a las canicas.

Nunca escuché se pronunciara aquel sobrenombre con el que  le conocí con intención de menosprecio. El mote era cariñoso, amical. Y jamás observé en él contrariedad por tener que convivir con tantas dificultades físicas.

Con “Patet” tuve siempre buena relación y como ganaba tantas canicas, de vez en cuando, me llenaba la bolsa  con bolas de todos los  tamaños y colores.

Aquella lejana mañana Patet venía de buscar naranjas en un almacén en el que las vendían a granel. Las naranjas que tenían alguna ligera mancha en la corteza el comerciante las separaba de las sanas y las regalaba a los chicos.

Al oír su el silbido miré entre los balaustres y me puse de pie para que me viera y comenzamos a hablar, sacando la cabeza entre las plantas.

-¿Vienes del almacén? -le pregunté.

-Sí, mira que naranjas tan hermosas traigo en el cesto -contestó, abriéndolo.

-Parece que no tienen ninguna mancha -le dije.

-¿Quieres una? ¿Te la tiro? -me ofreció.

-Vale -le respondí.

Dejó el cesto en el suelo, sacó una grande, se puso en la vertical de mi posición y la lanzó al aire pero sin que yo le pudiera echar mano.

“Patet” la recuperó al vuelo. Hizo un segundo intento y me pareció que sacando un poco el pecho por encina del pretil la  atraparía y así fue, la naranja ascendió y fue mía, pero... al abalanzarme di con el codo a un tiesto y éste se precipitó y se rompió en  la cabeza de mi amigo. Gritó de dolor y comenzó a sangrar abundantemente.

La distancia entre el balcón y la calle me pareció mortal.        

Llamé asustado a mi madre, que estaba en casa, y bajamos a la calle en tropel por las escaleras.

Mi amigo se movía. ¡Estaba vivo! ¡Menos mal! Se quejaba. Sangraba por la brecha de la cabeza, que tenía cubierta con tierra del tiesto y algún pensamiento morado enredado en el cabello. Subimos todos a casa.

Mi madre, con mucho tiento, le puso la cabeza sobre la bañera y le lavó inmediatamente la herida con abundante agua oxigenada. Después le llevó a la Casa de Socorro donde le cosieron el rasgado cuero cabelludo y le vendaron la cabeza como si fuera un faquir.

Yo me quedé en casa. Aquel susto me congeló el alma. Pensé en un primer momento que le había matado. Temblaba. Me quedé sin poder hablar, engurruñado, hecho un ovillo sobre el baúl de madera, con el que habíamos hecho el traslado en barco desde la Guinea Española. Hubiera querido volver a la casa colonial de planta baja con techo de palma y sin balcones.

Días después del accidente, lo del cuero cabelludo nos hacía gracia por aquello de las “pelis” del Oeste, en las que “los pieles rojas,” eran especialistas en cortar cabelleras.

“El Patet” se recuperó y continuó jugando y ganando canicas...

Algún día debía de contar esta historia del balcón.

-0O0-

 

7
1
66%
Satisfacción
11%
Esperanza
11%
Bronca
0%
Tristeza
0%
Incertidumbre
11%
Indiferencia