FIRMA INVITADA

En el río

domingo, 3 de enero de 2021 · 21:17

Lo que ahora les cuento lo tuve antes escrito y se me “esfumó” en el ordenador. Ahora estoy en pleno salvamento, veremos si lo consigo.

Corría el año 1952, los años nunca se detienen.

Soy un niño que en las vacaciones de aquel remoto verano se va al río a pescar a mano.

El mes de julio es heredero de las largas tardes de junio. Elijo para pescar las hoyas que están bajo los arcos del puente del ferrocarril.  Sé que  en aquel sitio hay rocas con oquedades en las que se refugian barbos, peces de escamas grandes, con barbillones que les cuelgan de la boca

Llego allí, estoy solo cerca del tajamar. Miro a mi alrededor y decido quitarme la poca ropa para entrar en el río. Antes remiro y veo a cierta distancia una estampa que algunos no habrán visto nunca y otros quizá ni la recuerden.

Entre el tramo del puente y la presa de las compuertas se mueve una cuadrilla de hombres con palas, rastrillos y azadones amontonando grava arenosa; trabajan alrededor de una criba que me recuerda un somier metálico; extraen los áridos para cimentar algunos edificios de la ciudad.

En ese momento no hay ningún animal ni carro. El cielo es azul y la luz recorta a los hombres contra el alto muro de la presa. Barrunto que el carro no tardará en llegar para retirar el último cargamento de la jornada.

La temperatura del agua es agradable. Andando me meto en el río sintiendo en la planta de los pies la forma redondeada y resbaladiza de los bolos del fondo.

Pronto pierdo pie y comienzo a buscar peces en los huecos de las rocas sumergidas.

La duración de la inmersión depende de la resistencia pulmonar y, aunque no lo crean, también de la palpación, pues si tocas  un pez parece que el oxígeno no se te agota tan pronto.

Aquella tarde pesqué tres barbos. Uno mediano, de largos bigotes y los otros dos del tamaño de arenques en barrica, que por aquí llaman de “casco”.

Como no llevaba cubo ni morral arranqué un junco y los ensarté por las agallas.

Después me vestí. 

Me calcé las alpargatas de esparto y me quedé  sentado mientras la tarde declinaba.

Pasó por encima del puente una enorme locomotora  echando humo y vapor, seguida de vagones herméticamente cerrado.

Los areneros seguían en su trabajo. Habían paleado un buen montón de arena húmeda y oscura. Allá, al fondo, sobresalía otro de grava lavada, reluciente.

Despacio se iba apagando la luz sobre aquella cuadrilla de hombres que parecía moverse cada vez más lentamente. Al poco vi cómo se aproximaba por el camino del río un carro-volquete, tirado por dos mulos ternes; se notaba por su estridor que rodaba de vacío.

Los hombres, al verlo, soltaron las herramientas. Pensé sería de contento.

Miro como  se saludan. El carretero pone en la cabeza de cada animal un morral; de la faja que rodea su cintura saca la petaca, librillo de papel y del bolsillo del pantalón un chisquero y se ponen a fumar.

Mientras lían los cigarrillos el agua comienza a platear, las madrillas advierten el sosiego de los hombres y remontan el río culebreando entre los semi sumergidos cantos rodados.

Con el crepúsculo vuelvo a casa con la menguada ristra de pescado.

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