JOSÉ LUIS RODRÍGUEZ
Paseo invernal
Salí a andar temprano, por donde suelo hacerlo cuando quiero cansarme gozando de la intimidad abierta, despejada, del campo. En enero es cuando reina el silencio helado en la soledad desnuda de colores. La gente demora salir de sus casas. El frío aturde. Y es ahora cuando la tierra es más tierra.
Al poco rato de andar percibo que va predominando el tono ocre suave, se impone este pigmento en la maleza, en los ribazos que se quemaron en otoño, en las arboledas que el viento deshojó hasta dejarlas esqueléticas, sin arrebatar algunos nidos de oropéndola que quedaron desvencijados en la chopera.
Si extiendo la vista solo el río resplandece, rizado por un airecillo de filo de gubia bajo un hiriente sol de invierno, que no puede ni lo intenta fundir la escarcha en las umbrías.
Oigo como chirrían las pisadas contra el suelo, aún dormido el rocío caído sobre camino y pienso, no sé por qué, que son los goznes de las puertas que se abren hacia febrero, el mes de las osadas flores de los almendros.
Nunca como ahora es tan perezosa, monótona, la cinta de plata que desciende de las montañas y que los romanos bautizaron con el bello nombre de Sícoris, en la que murieron ahogados, quizá, hasta una centuria (nadie los contó) de legionarios de Julio César y arrastrados los cadáveres por la corriente quedaron abandonados en los márgenes festoneados de lirios de hielo.
Siempre hay sorpresas en la naturaleza.
Me acerco a una cañavera que da cañas con los plumero más altos que las lanzas de la Rendición de Breda y, por hacer algo, me entretengo con las manos en desnudar la piel de una gruesa caña y descubro un rojo de sangre junto a los primeros nudos, savia de vida, vendada por dermis de papel de librillo de color tabaco rubio.
Dejo atrás el cañar con la sensación de que ha agradecido mi atención, lo miro reunido y observo el leve balanceo de los enhiestos plumeros, algunos esponjados como rabos de zorro.
Me llegué hasta los humedales sin vida acuática, los rodeé por senderos borrados, casi inexistentes, la hierba y las júnceas se apoderaron de ellos y los jabalíes los han hozado hasta labrarlos.
Mi nieta, Carla, que venía conmigo al llegar a casa mira el móvil y me dice:Abuelo, hemos andado 10 kilómetros
Y le he contestado: No está mal.
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