JOSÉ LUIS RODRÍGUEZ

El lobo y el oso

domingo, 21 de marzo de 2021 · 19:15

El lobo.-

La controversia que suscita en los medios la deseada prohibición por los ecologistas de la caza del lobo, me evoca dos añejas historias.

La del lobo la refería mi abuela y se remontaba a una vivencia lobuna que le fue transmitida por mi tatarabuela, con  el estremecimiento de haber salido de ella indemne.

La cuento: Era de noche cuando la abuela de mi abuela iba montada a mujeriegas, con las piernas hacia el mismo lado de un caballejo bonachón, tan viejo como el camino.

La precaución, por los parajes de serranía, era alumbrarse con un pequeño farol. Y aquella noche era cerrada, fría y muda.

De repente la caballería se inquietó, se le pusieron tiesas las orejas y a la mujer se le movió el farol, yendo a dar su pobre luz a la lumbre de los ojos del lobo, que asomaba entre la maraña del arcabuco.

Bien porque el caballejo venteara al lobo, bien porque lo entreviera entre el ramaje, descompuso su cansino paso y derribó a la pobre mujer, sin que ésta soltara de la mano el farolillo.

El caballo, libre de ella, marchó desbocado y mi tatarabuela, maltrecha, con el farol milagrosamente encendido, se puso a caminar deprisa hasta llegar, con el aliento entrecortado a su casa, intentando explicar que el lobo le había salido a la vera del camino,  cuando ya sus familiares estaban para ir en su búsqueda, tras haber entrado el caballo respingando  para que le quitarán el serón, que lo llevaba casi suelto.

 

 

El oso.-

Al tratante Batiste Grau Perot, siendo él hombre maduro y yo adolescente (de esto hace casi 65 años), le conté lo del lobo y, como él compraba ganado en el Pirineo, le pregunté por los lobos y me dijo que no había visto ninguno, pero sí un oso.

Sentía admiración por el Sr Grau, le había acompañado a algunas ferias y le recuerdo tocado con boina, vistiendo  chaleco con bolsillos hondos, (donde llevaba los fajos de billetes); blusa ancha, de color negro; pantalones de pana, faja oscura de varias vueltas, botas en invierno y abarcas o alpargatas en verano. En la mano siempre una vara de avellano, y, por serle muy conveniente, llevaba petaca de cuero repleta de tabaco de picadura negra, para invitar, que el tabaco, me dijo un día, ayuda casi tanto como el vino para hacer tratos. También llevaba unas tijeras con las que marcar el ganado.

-¿Y cómo fue lo del oso? - le pregunté.

-Hubo un tiempo, José Luis, que todo lo movían los animales de sangre: Mulos, bueyes, asnos robustos franceses y caballos. Los había resistentes para el tiro, como los percherones. Éstos aparejados con sus recios arreos parecían tanques. El poder de las casas se medía por las caballerías que tenían en las cuadras. Ahora las nuevas energías pueden más que la sangre de las bestias. Mi oficio se va perdiendo.

-¿Y el oso, señor Grau? -me atreví a decirle, pues ya se habrán percatado que era minucioso cuando hablaba de lo suyo.

-Sigue escuchando -me contestó.

-Fui a comprar mulas a un pueblo de esos que parecen de pesebre. La antevíspera dieron la voz de que estaría allí, en el bar del pueblo, que era un tabuco con un banco de madera y tres o cuatro cajones de envases que servían para asientos.

Por la tarde noche me presenté y saludé a los que ya me esperaban para informarme del ganado y a otros que estaban para ser invitados.

Hablé con todos. Mientras iba pagando el vino me fui enterando de quienes eran los que tenían caballerías y calibraba el grado de desconfianza hacia mí persona, que fue decayendo con los últimos cigarrillos fumados en aquel mechinal.

Al irnos a dormir quedamos con la confianza ganada y regado el ánimo para los tratos del día siguiente.

Me levanté temprano y me dediqué a examinar las bestias abriendo bocas, levantando patas y palpando ijares, si se dejaban, y después de largo chalaneo quedaba concertando el precio con un apretón de  manos.

Vacié los bolsillos del chaleco y ya no pude comprar más.

(Iba a preguntar otra vez por el oso, pero no me dio tiempo y siguió).

-Formada la recua contraté a dos mozos del pueblo para que me acompañarán a pie en la conducción del ganado.

Quince mulas jóvenes, y entre ellas alguna resabiada (“guita” las llamamos) no se arrean fácilmente y teníamos que bajarlas por el Port de la Bonaigua, hacia Esterri d’Aneu.

-Perdón,  y el oso..., señor Grau -insistí.

-El oso, José Luis, lo desbarató todo.

-Salió de entre unas rocas, se puso en pie, era alto y fuerte, más que un atleta de circo; de pelo hirsuto y con  un hocico negro, afilado.

Súbitamente se plantó delante de la piara de  mulas y se produjo la estampida. Salieron del camino que llevábamos, a  galope ciego entre aquellas quebradas y abismos, como si hubiera estallado una granada entre su cascos.

El oso debió de confiar en que más de una se despeñaría y ya tendría tiempo para ir a desventrarla con sus afiladas garras y colmillos.

-...¿y el oso?

- El oso se  esfumó sin hacer caso a nuestros gritos de maldición.

-(Aquí hizo una pausa y añadió:)

-El lobo y el oso no entrarán en el cielo por ser sanguinarios, ladrones y asesinos, sino por el odio, por el estigma impuesto sobre sus nombres y por su incompatibilidad con los pastores.

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