PANTALLAZOS
Ortega y el centauro
Asustaban en Vista Alegre hoy. Y bajo el encapotado y lagrimeante cielo, languidecían los pocos asistentes, en la espesa y accidentada intrascendencia de las dos primeras lidias. La del primero con el cual Pablo Hermoso anduvo inesperadamente errático en todos los tercios. Y la muy sosa del segundo tris, ya que el titular y el segundo bis se desgraciaron de salida. Habían salido cuatro toros, y transcurrido hora y cuarto sin que pasara nada de nada.
Entonces apareció el debutante Juan Ortega en el ruedo y sin preámbulos impartió seis verónicas y media, de belleza y lentitud conmovedoras. El arte del toreo que llaman. La exigua concurrencia rugió como tocada por alto voltaje. Por primera vez en la feria el capote brillaba de tal forma. Palomares puso dos hipodérmicas in situ, y Fuentes y Perico clavaron las de lujo con distinto tino. Nada de relaciones públicas, sin brindis al toro fue el trianero, con su magra figura. Cuatro ayudados genuflexos de gran longitud, temple y son, dos derechas, una trinchera de cartel dos diestras más rimadas y el de pecho. ¡Uf! Cómo es posible que no se hubiese llenado la plaza. Molinete, dos derechas y cinco más, cambio de mano y el de pecho. Sin ceder terreno, con delicado mando, sin esfuerzo, con la natural facilidad de lo íntimo. La banda tenía que sumarse o quedar en falso. Y lo hizo. La obra continuó como un aclamado adagio, lento y majestuoso, hasta que una colada del venido a menos “Zarandillo” arrancó la muleta y un macho de la chaquetilla. Nada, Juan lo recogió y con él en la mano continuó engarzando los muletazos en redondo, atrás, abajo, uno con otro, quedando siempre en suerte. Un molinete belmontino, otro invertido, tres ayudados. Y un volapié perfecto con la espada total en la cruz, qué no se por qué tardó y exigió descabello. La oreja. Por qué no las dos.
Con el serio sexto, quizá el más, quizá el único, Juan acompañado por una clientela que ya era suya puso el cartabón tan alto como en la anterior. Su capa privilegiada se superó en el saludo y el quite a la chicuelina. Qué tronío. Y la muleta, y otro volapié formidable y otro estoconazo arriba y otra vez el toro resistiendo echarse hasta después del descabello. La ovación, el saludo y la despedida clamorosa fueron una proclama de orteguismo bilbaíno recién bautizado.
La despedida de Pablo Hermoso de Mendoza, era el máximo gancho del cartel. Ya dijimos que con el primero pasó desconocido. Pero con el del adiós, “Bondadoso” de San Pelayo, número 12 de 556 kilos, volvió a refrendar que quizá en la historia pudo haber jinetes mejores que él, rejoneadores mejores que él, pero nunca un torero de a caballo como él. Sobre “Regaliz”, “Nairobi” y el tordo “Malbec” templó, a dos pistas, mandó en las hermosinas, quebró en banderillas, dominó las afueras y los adentros y aplicó impecablemente el rejón de castigo, las banderillas largas y las cortas levantando pasión en el predispuesto tendido que con justicia lo considera ídolo propio. Pero el acero de muerte, aunque letal, quedó contrario, trasero y caído, Y don Matías González que descalifica por un milímetro más o uno menos grandes faenas. No tardó en lanzar las dos orejas, pedidas con furor es cierto. Pablo se fue a hombros como su importancia histórica y su gloriosa carrera merecen. Pero este descolocado rejonazo final no era de dos orejas Matías.
A Diego Urdiales le echaron cuatro . Y no pudo o no supo que hacer con los dos que se quedó. Al uno le anduvo por ahí dejando girar el reloj, hasta pincharlo antes de cazarlo con un fierrazo delantero. Al otro, el quinto, manso bronco que pedía mano poderosa y lidia, también. Pero a este lo pinchó seis veces saliéndose de la suerte, mientras don Domingo Delgado de la Cámara clamaba por el micrófono urbi et orbi por un bajonazo, (qué dirán los antitaurinos). Sonó el aviso y mientras se insinuaba el otro, cinco descabellos. Fue despedido con gran ovación.