VIENTO DE LEVANTE

Con un par

jueves, 2 de diciembre de 2021 · 06:26

Hasta hace bien poco, y puede que ahora todavía siga dándose algún caso aislado, el toreo era uno de los medios de ascensión social más frecuente y de mayor repercusión. Y digo hasta hace bien poco si pensamos que medio siglo atrás es una minucia en nuestra milenaria historia.

Sí, a principios de los años sesenta del pasado siglo, cuando el mundo de los toros vivía uno de sus momentos más esplendorosos, con una nómina de figuras mareante, gente que empeñaba lo que hiciese falta para ir a ver a sus toreros favoritos, medios de comunicación volcados, etcétera, no eran pocos los que buscaban ser toreros para salir de la miseria. Manuel Benítez, máximo exponente y referencia obligada no sólo de aquel tiempo, es un ejemplo perfecto. Pero hubo, más, muchos más.

Julián García fue uno de ellos. Nacido en una aldea perdida en la sierra de Alcaraz, en la provincia de Albacete, su infancia discurrió en el monte, pastoreando ovejas, cabras y vacas, prácticamente su única compañía durante muchos años.

Pero él sabía que aquello no era lo suyo, que había más mundo que aquellos montes y aquellos animales, hasta que un buen día decidió cambiar de aires. Y, sin saber leer ni escribir, con 15 ó16 años, se plantó en Valencia. Nunca había salido de su pueblo y el choque con aquella nueva realidad fue brutal. Todo lo desconocía y no fue fácil la adaptación.

Pero estaba convencido de que ahí estaba su futuro. Como lo estuvo cuando, de repente, al colarse en la plaza de toros de la ciudad del Turia por curiosidad y para pasar el rato, descubrió el toreo. Dice que aquello fue una revelación, una iluminación, y justo en aquel momento supo que él tenía que ser torero.

Nunca había visto un toro.Ni una corrida antes. No sabía coger un capote y desconocía absolutamente todo lo relativo a la fiesta nacional. Y cuando digo todo es todo. Pero estaba seguro de que iba a ser torero y todos sus esfuerzos se concentraron en esa convicción. Costase lo que costase. Que no fue poco. Pero lo logró.

La pandemia y sus consecuencias hizo que pasase un tanto desdibujada la celebración de sus cincuenta años de alternativa (Castellón, 8 de marzo de 1970; Paco Camino el padrino, Ángel Teruel el testigo, toros de Pérez Tabernero y un rabo en el esportón) y es ahora cuando se recuerda y festeja la efeméride. Además, un libro recoge su historia, narrada en primera persona, y repasa lo que sucedió a lo largo de su trayectoria -que llegó hasta 1993- tanto en un plano personal como general de la tauromaquia.

Una cosa queda clara: su total disposición y entrega sin reservas a lo que fue su profesión y trampolín social. Poco a poco, asimilando con rapidez los rudimentos del toreo y teniendo claro que lo suyo era arrimarse mucho y quedarse quieto, tras una temporada, la de 1969, en la que quedó a la cabeza del escalafón novilleril, desde la alternativa estuvo en todas las ferias y en los mejores carteles. Compartió paseíllos con las principales figuras del momento y triunfó tanto o más que ellas. No hizo ascos a matar toros de Miura -fue obligada su presencia en la feria de julio de Valencia con ganado del mítico hierro de Zahariche- ni puso peros para torear con quien fuese. Cinco años estuvo en la élite, derrochando valor y coraje a espuertas, siempre buscando agradar a quien paga.

Pero acabó perdiendo la ilusión. Dice que un torero al principio torea por afición y lugo por dinero. En su caso fue al revés. Llegó a ser torero por dinero y cuando lo tuvo había perdido ya la afición y encontrado un nuevo aliciente en su vida: su familia.

Nadie le puede discutir sus logros, sus triunfos, sus éxitos ni su papel en la historia. Fue un torero destacado en su día y hoy recuerda con orgullo y sin amargura, pese a zancadillas y mala idea de algunos, lo mucho que hizo. Y todo con un par.

 

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