VIENTO DE LEVANTE
La piedra angular
Para que el espectáculo taurino sea algo más que un mero cuadro plástico, es imprescindible que el toro acometa y el torero responda. Sin esta premisa todo lo demás está de más.
La esencia de la tauromaquia no es la sangre, como tantos contrarios creen, ni el supuesto arte que desprenda, como otros tantos piensan y predican, sino la emoción que genera la bravura del animal, su trapío y la percepción de miedo que se crea en el espectador, que ve lo que hace el torero como algo propio de héroes y, desde luego, inalcanzable para el común de los mortales. Características a las que se enfrentan los de luces con técnica, valor, disposición y personalidad.
Los toros o son emoción o no son, decía Corrochano hace ya casi un siglo y así sigue siendo, por más que de un tiempo a esta parte se haya tratado de imponer eso de la “emoción estética”, que está muy bien para contemplar cómo se combinan los colores y texturas en un lienzo, el ritmo y plasticidad de los bailarines en un ballet o las inflexiones y contrapuntos de una melodía. Etcétera. Pero en una corrida toros, la sensación de peligro y la capacidad para su dominio y superación son la clave.
Ha sido la última edición de la feria abrileña de Sevilla una de las más brillantes de los últimos tiempos, y en gran medida lo ha sido porque han salido toros que han procurado ese ambiente y dispuesto a sus matadores a una lidia que trascendió de los límites de aquella belleza que no es capaz de levantar a la gente de sus asientos.
Los toros de Santiago Domecq, seguramente la corrida más completa de toda la feria, tuvieron seriedad, tanto los que salieron a la línea del encaste Núñez como los de su rama Domecq, y derrocharon casta y bravura, siendo en este aspecto un encierro más parejo, aunque por encima de todos destacara el incansable “Tabarro”, un ejemplar de entrega absoluta. Pero no se pueden negar méritos al segundo, toro de gran transmisión, tercero, más suave, o el sexto, siempre embestidor aunque le costara más humillar. El primero se acabó antes y puede que fuese el cuarto el de menos clase.
También la corrida de Fermín Bohórquez tuvo calidad y empuje suficiente para que trascendiese los que se hizo ante alguno de sus ejemplares, demostrando que el encaste Murube no sólo se puede aprovechar para los festejos de rejones. Primero, tercero y sexto fueron toros de lucimiento.
El Parralejo siguió en la buena línea de los últimos años y echó una corrida de buena nota en conjunto, con codicia, prontitud, movilidad... en la que destacaron dos grandes toros, el exigente primero y el templadísimo y de largo recorrido cuarto, distinguido también con el honor póstumo de la vuelta al ruedo de sus despojos.
Victorino Martín sirvió una corrida en la que destacaron más en nobleza dos toros, tercero y sexto, pero siendo el conjunto encastado, si bien ese mal sistémico de la falta de fuerza hizo que su lidia se diluyese un tanto.
Los santacoloma de La Quinta repartieron emoción de manera desigual. El gran primero fue premiado con la vuelta al ruedo en el arrastre y fue a menos el cuarto, de muy prometedor arranque, luciendo buen son el lote que correspondió a Emilio de Justo.
Los de Miura estuvieron en Miura, serios, acometedores en el caballo, sin humillar, desarrollado peligro y de escaso juego para la lidia moderna.
Capítulo aparte merecen los toros que piden las figuras. Nobles y manejables los de Núñez del Cuvillo. Victoriano del Río, sin repetir el fiasco de fallas, tampoco lució toros con la entidad que tantas veces se le han visto. Dieron poco de sí los de Alcurrucén, cuya mayor puntuación la obtuvieron en presencia. De Jandilla sólo el tercero presentó batalla. Justos de presentación y de muy poco gas los de Garcigrande y, una vez más, y van..., los de Juan Pedro Domecq se cargaron una de las tardes de mayor expectación del abono. Sin toros, que lo sean, por dentro y por fuera, no hay espectáculo.