VIENTO DE LEVANTE

Inmortal y oro

jueves, 27 de junio de 2024 · 06:52

Cuando se cumplen 10 años de su muerte, Manzanares representa la solera del toreo. Necesario e imprescindible, jamás luchó por convertirse en el número uno. Se conformó, y tampoco eso está al alcance de cualquiera, con torear para sí mismo. Un privilegio de los elegidos.

Desde muy pequeño dejó claro que su vocación era el toro y su destino ser torero. Hijo del que fuera banderillero Pepe Manzanares, de él heredó no solo la afición, sino también el nombre.

El ambiente familiar influyó de forma muy poderosa en la definición de la vocación del que luego sería uno de los más importantes toreros de esta época. Casi desde que nació, el 14 de abril de 1953, en el barrio alicantino de Santa Cruz, su futuro estaba trazado. Y lo que para otro hubiese significado disgustos, sacrificios y no poco esfuerzo, para él resultó todo mucho más sencillo.

Fue su padre quien le dictó las primeras lecciones sobre toreo y de quien aprendió las primeras reglas acerca del arte de torear y ya siendo bien niño convivió entre gente del toro y pronto se familiarizó con sus costumbres, asimilando todo lo que veía, aplicándolo a lo que luego sería su tauromaquia.

Como novillero sorprendió enseguida a todo el mundo, con sus maneras y distinción, con sus excepcionales condiciones y magníficas cualidades, dejando claro que sería una gran figura. 

Fue un artista que ocultó su valor tras la inteligencia y que utilizó la técnica como recurso sometido a su propia inspiración.

Una inspiración que explotó en lo que se dio en llamar faenas secretas -expresión afortunada que luego se utilizó de manera perversa para presumir de cercanía con el diestro y superioridad sobre el resto de los mortales-, realizadas en plazas lejanas a la responsabilidad del circuito de las grandes ferias y en las que se olvidaba del cinismo estético con que muchas veces enmascaró actuaciones de puro trámite, pero que luego llevó a la práctica casi diaria, completando un final de carrera magistral.

Protagonizó idas y venidas, se tomó sus descansos y se retiró para tomar perspectiva ante su siguiente vuelta. Su amago de despedida en el año 1989 sirvió para dejar claro que Manzanares solo podía competir con Manzanares y con su propia maestría, para recuperar la ilusión y olvidarse de la tensión a que estuvo obligado desde su propia superioridad a lo largo de toda su trayectoria profesional, en la que demostró ampliamente tener el don del toreo. Una virtud que consiste en saber torear. Ni más ni menos.

Si en Sevilla se le tuvo como propio y admiró sin disimulo, en Madrid se le discutió mucho más pero siempre se le esperó y cuando las cosas le salían también cayó rendido a sus zapatillas. Decía de él Néstor Luján que podría ser el torero más artista de su tiempo: “Posiblemente sea el torero de más clase del momento, tanto con el capote como con la muleta y -cuando quiere- con la espada, el gran estilo del alicantino se impuso desde su alternativa y, sobre todo, a raíz de sus grandes triunfos de 1976. Su nombre da categoría y resulta imprescindible en cualquier feria de importancia”.

Su personalidad y capacidad lidiadora le convirtieron en el mejor torero clásico del último tramo del siglo XX, en competencia sólo con él; con su elegancia, su temple, su largura y su hondura.