JORGE ARTURO DIAZ REYES

Una reverencia más

martes, 25 de febrero de 2020 · 18:02

Domingo en Texcoco. El tercero de Ayala, se revolvió, le corneó entre los muslos y lo tiró. No aceptó ayuda, trabajosamente se incorporó, sin decir nada y salió sangrante del ruedo por su propio pie para ir a morirse once días después, febril, delirando toros y jaleando suertes. Tenía setenta y tres años. Era febrero de 1886. Mandaban en la torería Lagartijo y Frascuelo, y en México Porfirio Díaz.

Nacido en Puerto Real, Cádiz. Aprendió a lidiar en el matadero y en cuadrillas de toreros modestos: “Lorencillo”, Bartolomé Ximénez, Benítez Sayol… A los 17 tomó un barco a Montevideo, “Desperdicios” le dio alternativa. Después otro a La Habana, y desde allí, a los 23, ya con cartel, arribó a México, donde toreó los últimos 50 años de su vida. 725 corridas documentadas.

En 1840 lo describe: alto, fornido, listo, hábil, hermoso, aunque “algo pesado”, la inglesa Fanny marquesa de Calderón en una crónica epistolar de la corrida que lidió en la capital el 5 de enero a su honor y el de su esposo, enviados de la Reina Isabel II. Vestido de azul y plata. Ocho toros. Tauromaquia clásica. Pases regular, natural y de pecho, pocos, los justo para igualar y matar. A volapié o recibiendo. Aunque al uso local, dicen, también con algún metisaca por ahí.

Entronizó a Hispanoamérica la liturgia, ornamentos y técnica de la corrida española dieciochezca; la de Romero, Pepe Hillo y Costillares. La de hoy. Tozudo, alcanzó con ella triunfos, vitola de figura, idolatría, dinero, rango social, y maestrazgo.

Recién llegado se había horrorizado viendo a Guadalupe Díaz “El Caudillo”, caporal de Atenco, torear usando su propio hijo (Ponciano), como engaño. Luego se hizo mentor del niño y padrino de alternativa. Este acabó superándolo en la suerte suprema pues la ejecutaba de rodillas, y tras la confirmación por Frascuelo en Madrid, le sucedió en la primacía nacional.

Andaluz jovial, disfrutaba cante, baile y jarana. Al final envejecido, quebrado y reacio al retiro, toreaba por treinta pesos. Tal fue la vida de Bernardo Gaviño Rueda. Su larga carrera expatriada no alcanzó por eso mismo eco ni lugar destacado en la historiografía española. Pero la mexicana, el tiempo y el mito han engrandecido su trascendencia continental.

Todo esto es de dominio público, archisabido, reeditarlo redunda. Sin embargo, cumpliéndose ahora 134 años de su muerte, la obligación de una reverencia más quizá disculpe.

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