JORGE ARTURO DÍAZ REYES
En aras del progreso
También la buena costumbre de la página taurina en los periódicos retrocede ¡Qué pesar! cada vez menos la mantienen, cuatro de ellos en Madrid: ABC, La Razón, El Mundo y El País.
Aunque esta última ensayando una dualidad nueva. Ser a un tiempo taurina y antitaurina. Verdadera revolución, que quizá llegue a sus otras secciones. Convirtiendo, digamos, la deportiva en antideportiva, la de cultura en inculta o animalizando la de “Gente”. Puede ser una eficaz estrategia de mercadeo para captar lectores de ambos bandos. Al fin y al cabo, algunos partidos políticos practican con éxito eso mismo de parecer simultáneamente una cosa y la contraria.
Por ejemplo, el pasado 28 de julio tras haber publicado un serio alegato defensivo del ganadero Victorino Martín, el diario echó encima un libelo firmado por Sergio Fanjul: “Dejen morirse en paz al toreo”. ¿Hubiese sido menos cacofónico escribir: ”Dejen morir en paz al toreo”?
De pronto. Pero no voy a glosar el estilo del joven autor, que se presenta públicamente como poeta, periodista, guionista, escritor, profesor y astrofísico. No soy quien. Me referiré solo al contenido, y eso porque me alude personalmente, como aficionado.
Se trata de una diatriba motivada por el acuerdo del Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid para promover la cultura taurina. Frente a tal agravio embiste contra esas instituciones, el toreo en general, el romanticismo, la “imagen mítica de España”, su “sociedad embrutecida”, las peleas de gallos, TauroTen, los toreros y hasta sus cambios de pareja.
Desde la consabida superioridad moral y el desconocimiento repite las manidas descalificaciones antitaurinas: tradición sin ilustración, sin futuro, antimoderna, cruel, bárbara, torturadora, macabra, obstáculo al progreso, dañina para “la marca España” el país y los españoles…, y concluye: hay que acabar ya con los toros “por más que los pintara Picasso o le gustaran a Hemingway.”
Nada nuevo, nada original, nada diferente a lo que gritan sus correligionarios pintarrajeados en las manifestaciones y asonadas a las puertas de las plazas.
No es cuerdo tratar de contraargumentar insultos o responder con otros, decía mi padre. Pero resulta inevitable cuestionar al menos la paradisíaca imagen del “mundo empático, diverso y compasivo” al cual, según él, nos lleva el “progreso” que los toros impiden.
¿A cuál progreso se refiere?
¿Al que para su avance ha renegado de los valores éticos y estéticos que la corrida consagra; honor, lealtad, valor, arte, respeto a la naturaleza y al origen?
¿Al que ha propiciado la segregación, desprotección, sojuzgamiento de los diferentes, las minorías y los débiles?
¿Al que ha llevado a odios, guerras y terrorismos atroces con tecnologías de letalidad y crueldad monstruosas?
¿Al que ha convertido la intolerancia, la impiedad, el genocidio y la tortura en hábito?
¿Al que se nutre de la masacre cotidiana de todas las especies y el expolio de los recursos no renovables?
¿Al que deificando el consumismo y el confort produce océanos inmanejables de basura y suciedad?
¿Al que derrite los polos y amenaza la existencia del hombre?
¿Al que hace del planeta un muladar, de la atmósfera una burbuja de miasmas y del hábitat un lugar pronto inhabitable?
¿Al que para continuar depredando necesita exterminar el toro y su culto?
Invocar ese “progreso” como camino del edén, llamar en su propia casa “embrutecido” al que no se comprende, culparlo y pedirle que renuncie a sí mismo es por decir algo una impostura de dimensiones astrofísicas.