VIÑETAS
Sin remedio
Ayer, la desigual, floja y mansa corrida de Miura llevaba la tórrida tarde valenciana cuesta abajo. El quinto se puso de rodillas cinco veces antes de la segunda vara y lo echaron ignominiosamente. La negación de su raza. Y salió el sobrero, domecq de El Parralejo. Todo lo contrario. Cinqueño, con plaza y pastueño, pastueño, pastueño. Como decía Corrochano “manso que parece bravo”. Paradigma de los miracorridas de hoy. Claro, embistió de largo, fue más allá y volvió, con dulzura, lentitud y obediencia supinas. Humillado, en redondo, en círculo. Por delante y por detrás, a lo que fuera. Encima blandito.
El castellonense Paco Ramos, torero de vida dura que anda ganándose el pan por los páramos peruanos. Dijo luego “como disculpándose: “no estoy acostumbrado a ese modo de embestir”. No tenía por qué, pues lo bordó con capa y muleta en una faena lírica. Desde las tres verónicas genuflexas, tres erectas, dos chicuelinas y una larga que “Vivaracho” tomó, así como dije, como una invitación a la: danza. Qué suerte, Paco. Y tú que te quejabas.
Poco palo. Quite personalísimo a compás abierto y revolera. El Soro sopla su consabida diana floreada. Y en el platillo sembrado, el hombre aguanta el galope desde tablas, lo pasa sin pestañear dos veces por la espalda, dos por el pecho y remata con otro pectoral. Cuatro derechas y broche celebran las embestidas de seda. Un traspiés del toro se ignora, y público y banda se van arriba en modo rumba.
Temple, rima, largura en la baja muleta. Una miradita para tablas también se obvia. Para que ponerse aguafiestas. Dele música y ole. Otra tanda por el mismo lado exquisita, y otra más circular de cuatro vueltas, uno de costado, cambio de Mano y pecho. Y ahora por naturales gourmet y el forzado. El sueño, la conjunción de la bondad y la justicia. El contraste con los rudos miuras. La faena de la feria se decía. De las que cambian el destino de un torero. Por fin, al cabo de dieciocho años de penas.
Pese a que al final el manso que parecía bravo peló el cobre y se rajó, rajado, nadie dijo nada, y no hacía falta sino la suerte suprema para cruzar el umbral de la dicha. Y, y, y… de manera imperdonable, cuarteando pincha bajo dos veces y tres arriba, antes de la estocada contraria pero fulminante.
Todo se derrumbó. Todos tristes, yo también. Qué amargo epílogo, toro y torero emborronaron el último párrafo del gran cuento. Para completar, algunos chisgarabis pidieron la vuelta al toro y los otros, más, ovacionaron el arrastre. Paco caminó contrito por las tablas mientras le aplaudían, le tiraban cosas y trataban de consolarlo con palabras bonitas. Pero la cosa no tenía remedio. Se había hecho el harakiri con su propia espada.