VIÑETAS

Vuelta con niños

lunes, 16 de septiembre de 2024 · 12:13

Ayer en Salamanca, tras doblar el sexto del Vellosino, que se resistió mucho, y del cual don Carlos Miguel Hernández concedió a Borja Jiménez esa oreja, más generosa aún que la que le había dado del tercero y que llevaba consigo atada la puerta grande, saltó alegre y retozona una docena de niños al ruedo para compartir la vuelta. Quizá espontáneamente, quizá no.

Luego, cuando cargaron también a hombros con Miguel Ángel Perera por una regalona segunda del cuarto, único cuatreño de la grande, dispar, mansa, floja y noblota corrida, la parvada creció y se puso en cabeza de la procesión triunfal con una elaborada pancarta que decía “Juventud taurina de Salamanca”. Prueba de que había preparación. También había un “Palco infantil”.

Bueno, eso no importa. Con invitación o sin ella estaban ahí, alborozados, tocando los trajes de luces, correteando alrededor de los toreros. Los niños viven la corrida con esa frescura con que no se vuelve a vivir jamás.

Solo, frente a la pantalla contemplando escéptico su emoción vinieron recuerdos de mi lejana infancia. Tenía cinco años, mi hermano Jaime cuatro. Corriendo subimos las gradas de la plaza, adelantados a nuestros padres que nos gritaban advertencias. Desembocamos en el vomitorio, riendo, con los ojos como platos. De golpe sentimos el sol, el gran espacio circular, el colorido, la música, la multitud festiva y flotando en el ambiente, aquella mezcla de incertidumbre, miedo y arrojo... Yo le tenía de la mano. Entre todas las personas presentes, era el único con quién realmente compartía esa experiencia primera en la vida. No podíamos imaginar lo que nos esperaba.

Siete semanas atrás, junto a su lecho de muerte, contemplando su envejecido rostro agónico, ya inconsciente, su imagen infantil, tan feliz y asombrada de aquella vez me acompañaba, nos acompañaba. Tomé de nuevo su mano. Había pasado toda una vida, dos vidas, muchas faenas, muchas cosas que nunca adivinamos y ese momento seguía ahí, entre los dos. Ese momento en que nadie nos dijo que no debíamos sentir lo que sentíamos, y si nos lo hubiesen dicho no lo hubiésemos creído.

Los niños de la pantalla se fueron entreverados con los adultos que integraban el cortejo por razones menos inocentes. Para ellos la tarde de toros había sido estupenda por el solo hecho de haberlo sido, y seguro lo seguirá siendo en su memoria, aunque les digan que no.